miércoles, 30 de marzo de 2011

La deshumanización del espíritu en la obra de Thomas Mann


De la obra de Thomas Mann, el lector avispado debe sacar una valiosa lección, a saber, que el auténtico drama humano es la ausencia de afecto. El protagonista de Doktor Faustus (1947), Adrian Leverkühn, decide consagrar su vida a su obra, a pesar de que esto suponga cargar con una existencia carente de afectos (vende su alma al diablo -clara referencia al Fausto de Goethe- en un trueque en el que gana una capacidad sobrehumana para la creación artística a cambio de la imposibilidad de amar). Lo que le lleva a tomar esta controvertida decisión es una creciente voluntad por ser más, por alcanzar una superioridad espiritual, por un diferenciarse de la mediocridad del resto de los seres humanos.

De análoga manera ocurre en Tonio Kröger (1903), donde encontramos incardinada la idea de que el artista moderno, si quiere construir una gran obra, tiene que renunciar por completo a la vida y dedicarse titánicamente a aquella. Pero lo que vemos ya en esta pequeña obra es que el verdadero artista está fuera de la vida, por eso es diferente a las personas que el propio Kröger denominará como “normales”. Ante el planteamiento de si debe ir a saludar la recién forjada pareja entre las dos personas que siempre amó en secreto, leemos: “Como de costumbre, como siempre, no le comprenderían. Cuanto les pudiera decir, lo escucharían sorprendidos, porque el lenguaje de ellos no era su lenguaje”1. El lenguaje del artista es otro muy diferente al que se habla entre los seres humanos mundanos, de ahí que la obra del artista se despegue de la realidad: porque el artista se sitúa fuera de ella. Por esta razón, Kröger ni siquiera habla con los “artistas” que no consagran su vida al arte, pues el auténtico artista no siente su arte como lo hace el artista que sólo lo es a medias, en tanto que éste no hace sino dar nombre alegremente a los sentimientos y a las pasiones, de manera que los liquida rápidamente. La idea es que cuando algo se define, de inmediato queda superado; pero ésto no ocurre con el artista, porque no juega con la vida.

En su obra La deshumanización del arte (1925), José Ortega y Gasset nos enseña que el arte de hoy, al que él llama arte nuevo, ya no tiene nada que ver con una expresión de sentimientos, ni con una descripción de la realidad (el principio de incertidumbre de Heisenberg ha roto con cualquier pretensión por acercarse a ella); ya no son válidos ni romanticismo, ni naturalismo, ni realismo. El artista, el auténtico artista, lo que hace es inventarse una realidad propia, no intentar reflejar la “canónica”. Ortega dice que “el poeta empieza donde el hombre acaba. El destino de éste es vivir su itinerario humano; la misión de aquél es inventar lo que no existe”2, por eso la vida ya no importa, porque el arte ahora es autorreferencial, esto es, sólo habla de sí mismo y no de la vida. En Doktor Faustus esto se hace evidente cuando Leverkühn le dice a Schwerdtfeger “soy lo que soy debido sólo a mi falta de humanidad. Crueldad y falta de reflexión, cosas que suelen ir siempre juntas. Que no tengo ni debo tener nada que ver con lo humano”3, es decir, su condición de artista pasa inevitablemente por su condición de supra-humano (ahí vemos la influencia nietzscheana con el Übermensch).

Un importante componente de la obra de Mann es la brillante reflexión que nos ofrece entorno a lo que significa lo alemán en tanto que fenómeno, que siendo sin duda una reflexión valiosa en sí misma, lo es todavía más como diagnóstico para explicar la barbarie del nazismo. En Doktor Faustus los acontecimientos individuales de Leverkühn se entrecruzan con los acontecimientos nacionales por los que transita la nación alemana en la primera parte del siglo XX. Al igual que Leverkühn, Alemania también renuncia al afecto a cambio de una (pasajera) supremacía. Los avatares de la historia conducen a una situación en la que Alemania pasa por ser un centro de producción cultural enorme (cuenta con representantes de primer orden tanto en filosofía, como en literatura, o en música), pero también también técnico y económico. Alemania nunca había llegado a ser la primera potencia mundial y entendía que después de España, Francia e Inglaterra, llegaba su turno. Existe en lo alemán una voluntad por diferenciarse del resto y por la genialidad, que el sociólogo alemán Norbert Elias recoge en su obra, y que arroja luz sobre este rasgo:

Su situación de origen es la de un pueblo que, en comparación con los otros pueblos occidentales alcanzó tardíamente una unidad y consolidación políticas y en cuyas fronteras desde hace siglos, y hasta ahora mismo, ha habido comarcas que se han estado separando o amenazando con separarse. En lugar de cumplir la función del concepto de civilización, que es la de expresar una tendencia continua a la expansión de grupos y naciones colonizadoras, en el concepto de cultura se refleja la conciencia de sí misma que tiene una nación que ha de preguntarse siempre: «¿En qué consiste en realidad nuestra peculiaridad?», y que siempre hubo de buscar de nuevo en todas partes sus fronteras en sentido político y espiritual, con la necesidad de mantenerlas, además. Este proceso histórico se corresponde con la orientación del concepto alemán de cultura, con la tendencia a la delimitación así como a poner de manifiesto y elaborar las diferencias de grupo. Las preguntas de «¿Qué es lo francés?, ¿Qué es lo inglés?» hace mucho tiempo que desaparecieron del ámbito de discusión de la conciencia propia de los franceses y de los ingleses. La pregunta de «¿Qué es lo alemán?» no ha dejado de plantearse desde hace siglos.4

La idea de particularidad, de poner el acento sobre lo diferente y hasta de peculiaridad domina de principio a fin la cultura alemana y su espíritu por razones históricas sociológicas y políticas. Hay cierta obsesión en lo alemán por diferenciarse, por la genialidad, por lo que se sale de la norma. En Leverkühn esto se refleja perfectamente -como en Kröger- pero también en la Alemania que esboza Mann. Ambos quieren alcanzar la gloria, quieren dejar de ser mediocres y para ello están dispuestos a todo. Quieren desarrollarse al máximo a cualquier precio, sea a lo Leverkühn recurriendo a Mefistófeles, sea a lo Alemania mediante Hitler. Ambas figuras tienen en común un espíritu desarrollado en grado sumo, pues si bien Leverkühn cuenta con una poderosa formación tanto musical como filosófica y teológica, el acerbo de la cultura alemana está plagado de figuras notables en la gran mayoría de los campos del arte y del saber. Pero esto no es suficiente. La voluntad por querer ser más es algo que viene ya de antiguo, concretamente desde la unificación alemana del siglo XIX, que se dio de una manera tardía de mano de Bismarck tras la guerra franco-prusiana de 1871, y que es determinante para el pensamiento alemán de una forma decisiva. Lo tardío de la unificación de Alemania provocó que, dado que los otros imperialismos habían conquistado prácticamente la totalidad de territorios del planeta, la propia Alemania tuviera que re-discutir esta repartición de la que había sido excluida, para ganar su “espacio vital”. El concepto mismo de la voluntad de poder nietzscheano debe entenderse como ligado a este fenómeno, pues de manera análoga a aquella nación alemana, el individuo con voluntad de poder tiene una ambición sin límites por superarse a sí mismo, por ganarse el lugar que cree le pertenece. El gigante alemán, como el Übermensch, es un individuo que siente que a pesar de su indudable grandeza, le ha sido impedido desarrollarse hasta ocupar el lugar que le pertenece (o sea, la cumbre), y de ahí surge cierto resentimiento que, como se ve en toda la obra de Mann (aunque particularmente en Doktor Faustus), puede acabar yendo en contra del propio individuo, en el sentido de que es capaz de prácticamente cualquier cosa por alcanzar sus objetivos (hasta vender su humanidad). En Tonio Kröger vemos cómo el personaje es continuamente decepcionado por aquellos a los que ama (porque espera de ellos una superioridad espiritual que no tienen); ama a su amigo de la infancia y ama a una chica que conoce desde siempre. Ambos son muy hábiles socialmente, son guapos, queridos por todos, etcétera. Como se ha apuntado anteriormente, al final acaban los dos juntos y Kröger se siente apartado. Esto le resulta repugnante, se siente mal tratado y lo peor, traicionado. De ahí que decida sacrificar su vida, un poco por despecho y un poco por rabia de ver que no encaja en esos juegos sociales, pero lo hará con un resentimiento con el que cargará toda su vida. Adrian Leverhühn es la continuación de esto, es un Kröger ya mayor.

No obstante, el discurso de Mann va más allá de este diagnóstico. Lo que late tras el Doktor Faustus es la idea de que la “inteligencia” llevada al extremo provoca una regresión de la misma. La hiperracionalidad es tan irracional como la inconsciencia. Lo sano, o mejor, lo humano se encuentra en un punto intermedio, o eso es lo que parece desprenderse de las palabras del pensador francés Edgar Morin cuando dice que “la racionalización es la forma de delirio opuesta al delirio de la incoherencia, pero más difícil de descubrir. De este modo, homo demasiado sapiens se convierte, ipso facto, en homo demens”5. Tener la voluntad de ir más allá supone renunciar a elementos humanos y esto lleva a la ausencia de afectos. A partir de ahí está todo escrito: la ausencia de sentimientos y la incapacidad de amar conduce al individuo hacia un estado en el que ya no siente nada. No siente amor y por tanto tampoco siente nada al infringir daño al otro, y quizás sea este el producto más peligroso al que la indiferencia puede llevar al hombre. El aislamiento voluntario de Leverkühn provoca que acabe resultándole indiferente todo aquello cuanto le rodea (la dejadez con la que trata a su amigo de la infancia Serenus, la inoperancia con respecto a su prometida que le lleva a perderla). El mismo aislamiento alemán, embriagado ante la posibilidad de verse en la cumbre, habiéndole vendido su espíritu a Hitler por unos años de gloria (como Leverkühn); esa misma indiferencia, digo, es el vehículo idóneo para cometer crímenes atroces, porque ya no se siente nada, porque ha desaparecido lo humano. El pensador alemán Ernst Jünger, en sus obras La movilización total (1930) y Sobre el dolor (1933) nos hace reflexionar sobre este fenómeno desde la perspectiva de la guerra. Piénsese en un soldado nazi o francés, que mediado por el exagerado progreso de la técnica ni si quiera llega a ver los muertos que produce en masa. La guerra se convierte en una abstracción en la medida en que el soldado (que ya no es un guerrero, nótese la diferencia) deja de reconocer a su adversario como humano, porque no tiene contacto visual con éste. Se trata de una guerra inhumana, porque ya no existe empatía ni sentimiento; dicho de manera más prosaica, no es lo mismo luchar con un individuo en particular con tus propias manos que hacerlo contra centenares que nunca llegarás a ver, mediante un arma de fuego.

Pero volvamos a la obra de Thomas Mann, que es lo que aquí nos atañe de manera más directa. La figura de Gustav von Aschenbach en La muerte en Venecia, encarna el mismo prototipo que Tonio Kröger o Adrian Leverkühn, pero desde un punto de vista sensiblemente diferente. Se trata del artista ya entrado en la vejez, que ha dedicado toda su vida a su obra de arte y que, en consecuencia, no ha vivido. Tazzio, que es un joven turista instalado en el mismo hotel que von Aschenbach, provoca en él sentimientos que o bien no había sentido jamás o bien había evitado con tal de consagrarse a su obra. La cuestión es que Tazzio enciende en él la llama del amor (que en este caso roza prácticamente la obsesión), lo que le produce un claro paso de la indiferencia ante todo al afecto y amor totales por la vida. Esto provoca que a von Aschenbach se le caiga la máscara de hombre perfecto e intachable que no permite ver su verdadera personalidad y que viva su final de una manera auténtica, con goce, etcétera. Al final, se puede decir que elige la vida sobre su obra, y por eso se queda en Venecia a pesar de saber que ello significaría su muerte. Como el Sein-zum-Tode heideggeriano, al tomar conciencia de la muerte propia como un acontecimiento inminente, toma conciencia asimismo de que ha estado evitando la vida y entonces se afana por comérsela a bocados. Por eso muere con una sonrisa: porque al final ha vivido (y amado). Poco, muy poco, pero intensamente. Al principio de la obra está siempre refunfuñando por todo, es tiránico, se queja, está lleno de odio; en una palabra, es profundamente desgraciado. Al final desciende de los cielos y hasta habla simpáticamente con el barbero o con otros personajes que en principio podría haber detestado. Al principio el extravío de una maleta era motivo de enfado, al final lo fue de alegría. Prefirió un breve tiempo de vida que seguir consagrándose: al revés que Leverkühn o Kröger. De una manera u otra, al final, Thomas Mann nos hace ver que hoy en día es imposible conciliar la obra con la vida (como sí hiciera Goethe); de lo que se desprende que hay una necesidad por la elección, hay que decidirse por lo uno o por lo otro, porque si uno se queda en el medio cae en la medio-cridad.

Que Adrian Leverkühn esté inspirado precisamente en la figura de Arnold Schönberg no es una cuestión baladí. El dodecafonismo, que es una forma de música que no establece una jerarquía entre notas, justo al contrario que la música tradicional, viene a complementar el drama alemán y el particular de Leverkühn. Lo que este último entendía era “que era indispensable provocar una nueva condensación, volver, en cierto modo, a los tiempos prearmónicos de la música vocal polifónica”6, es decir, lo que intentaba era conseguir una regresión que devolviera la música al estado en el que se encontró siglos atrás. Pero más explicito es lo que Serenus explica sobre una conversación de Adrian con Schlaginhaufen, entorno a esta nueva forma musical: “Lo mismo ocurre, añadía el inagotable orador, con paso de la música monódica a la música polifónica y a la armonía, paso que todo el mundo está dispuesto a considerar como un progreso cuando en realidad fue una conquista de la barbarie”7. Parece evidente que también en este punto de la obra de Mann se pone de relieve la idea de que lo hiperdesarrollado del espíritu encamina al ser humano hacia un primitivismo: Leverkühn es tan culto que pierde su capacidad de amar, Alemania es tan desarrollada que se vende a Hitler, la música llega a un punto tan elevado que en lugar de avanzar sufre una regresión. La idea de progreso ha entrado en una crisis de la que difícilmente podrá zafarse.

El dodecafonismo no genera una música que transporta el alma hacia el reino de los cielos, como por ejemplo sí la neoclasicista, y ni si quiera una música que guste o que provoque un disfrute. En la ópera dodecafonista de Adan Berg, que lleva por título Lulú (1937), sin ir más allá, no hay goce, sino más bien un mal estar generalizado. Concretamente hay una escena en la que aparece una grada ocupada por un dramatizado (y exagerado) público burgués, de manera que el público real y el público de la escena quedan cara a cara. El objetivo aquí es ridiculizar al público burgués real, haciéndole ver lo caricaturesco del amaneramiento que despliegan en un mundo que se derrumba. Pero lo que realmente importa aquí es que todo el arte que surge tras la creciente irracionalidad de las dos guerras mundiales es un intento por ir contra el arte anterior, (como en el caso de Leverkün y Schönberg) porque fue creado por una civilización que ha demostrado ser destructora. Aquel arte, que era un arte elitista e intelectual, ya no tiene cabida. Ahora se baila en clave litúrgica alrededor de una tela extendida en el suelo a lo Jackson Pollock, como ya nos aconsejó Nietzsche -gran crítico de la civilización occidental- que hiciéramos.

domingo, 6 de marzo de 2011

Nietzsche, arte, lenguaje y simbolismo



¡Qué irónico es que precisamente por medio del lenguaje un hombre pueda degradarse por debajo de lo que no tiene lenguaje!

Sören Kierkegaard

En El nacimiento de la tragedia (1872) Nietzsche se queja por no haber construido un lenguaje propio que se escape del convencional:

¡Cuánto lamento ahora no haber tenido el coraje (¿o la inmodestia?) de permitirme, a todos los efectos, un lenguaje propio para dar voz a esas intuiciones y audacias tan personales!... ¡Cuánto lamento haber buscado expresar, no sin grandes esfuerzos, recurriendo a fórmulas kantianas y schopenhauerianas, valoraciones y fórmulas nuevas y extrañas, radicalmente opuestas tanto al espíritu como al gusto de Kant y Schopenhauer![1]

La noción de genealogía del lenguaje está incardinada en estas palabras en la medida en que nos hablan de un desprecio por el lenguaje convencional como vehículo de expresión. En la genealogía nietzscheana del lenguaje encontramos un proceso mediante el que una experiencia subjetiva de un individuo es expresada verbalmente. Este sonido, con el tiempo, acaba por convertirse en una palabra articulada que es aceptada dentro de la comunidad de aquel individuo. Más tarde, aquella palabra se convierte en un concepto que se usa de forma convencional y todo el mundo conoce, aunque habiendo olvidado su génesis. La crítica de Nietzsche es que al expresarnos mediante el lenguaje convencional utilizamos palabras que alguien creó algún día para expresar lo que había sentido o experimentado individualmente. Pero esta –indebida- apropiación provoca que entre lo que sentimos y la forma en la que lo expresamos se abra un abismo que a duras penas uno puede salvar. Por esta razón Nietzsche hubiera deseado poder construir un lenguaje propio, que sería mucho más legítimo para expresar aquello que siente y que al sentirlo de manera individual sólo puede ser expresado mediante un lenguaje asimismo individual, aunque ningún usuario de la lengua pudiese entenderlo.

El movimiento simbolista, por su parte, tiene una concepción del arte muy cercana a esta idea. El artista simbolista tiene la voluntad de construir arte mediante símbolos, los cuales no tienen ningún tipo de significado convencional compartido con los usuarios de la lengua. Entendían los simbolistas que el uso del símbolo para expresarse era la única forma de poder expresar aquello que sentían y experimentaban de una manera individual. De ahí la profunda incomprensión y posterior rechazo que se siguió por parte de la alta sociedad “entendida en arte”. Pero Nietzsche ya nos hablaba de un “Dios-artista” en contraposición al Dios de la religión. Si Baudelaire explica su experiencia estética en el Tannhäuser de Wagner en términos religiosos Nietzsche hará lo propio pero respecto a la figura del creador. El cristianismo, dice Nietzsche, “advertía también desde siempre la hostilidad a la vida […] Desde sus orígenes, el cristianismo no ha sido básica y esencialmente otra cosa que náusea y hastío de la vida respecto a la vida”[2], y lo hacía mediante la creación de mundos alternativos o mediante el rechazo de la sensualidad. El autor alemán arguye que la concepción de la vida del cristianismo es fundamentalmente moral porque impone un importante catálogo de prohibiciones y normas que coartan la vida corporal y la desproveen de cualquier tipo de goce. Esto repugnaba a Nietzsche, por lo cual se propuso arremeter contra la moral mediante la postulación de una concepción de la vida alejada de ésta y que tuviera que ver con lo artístico, lo dionisiaco. La religión nietzscheana (si se me permite esta expresión que en principio pudiera parecer contradictoria) no tiene otro dios que ese “Dios-creador” y que es uno mismo. Puesto que Dios ha muerto, el mundo cristiano debe morir con él y por tanto la negación de la vida también. El hombre creador, el Übermensch, está llamado para romper con las convenciones lingüísticas y morales de la sociedad (o rebaño) porque ya no puede creer en ellas. Como Dios ha desaparecido, el sentido de la vida y del mundo también, de ahí que el individuo pesimista y nihilista deba encontrar el sentido en sí mismo, y no puede hacerlo de otra manera que creándolo, debe crear sus propios valores y su propio lenguaje, y ambos son estrictamente artísticos, pues el arte se escapa de estas convenciones dado que es capaz de expresar aquellas primigenias experiencias individuales inenarrables desde un lenguaje convencional –que es impropio en el sentido de que no es adecuado, pero también porque no surge de uno mismo.

Ante todo lo expuesto, Nietzsche acaba preguntándose si será necesario construir un tipo de arte que procure un consuelo metafísico para los hombres trágicos o nihilistas. Sólo un grande como Nietzsche podría haber dado respuesta a esto citándose a sí mismo –en Zaratustra- para decir que no, que el único consuelo está en reír y en bailar. Es probable que el simbolismo sí busque un consuelo metafísico cuando se apoya en la teoría de correspondencias de la física. Sea como fuere, la conexión entre Nietzsche y el simbolismo queda suficientemente legitimada.


[1] Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid, 1973, p.92.

[2] Íbidem, p. 91.

jueves, 3 de marzo de 2011

El sentido del mundo en el segundo Wittgenstein


6.1251 Por lo tanto, en lógica jamás puede
haber sorpresas.
Ludwig Wittgenstein

En el prólogo a las Investigaciones filosóficas (1953) dice Wittgenstein que la filosofía que contiene el libro en cuestión pasa por ser un reconocimiento de los errores del Tractatus Logico-Philosophicus (1921). Este reconocimiento ya nos dice mucho sobre la filosofía del segundo Wittgenstein, pues la del primero destilaba un estilo oracular, perpetrado a base de afirmaciones lapidarias que parecían no permitir resquicio ninguno para la duda. El primer Wittgenstein nunca hubiera reconocido un error porque se tomó la vida demasiado en serio, así que podemos entender al segundo Wittgenstein como una humanización de la máquina de precisión que encontramos en el Tractatus. En el diario que escribió durante (y en) la primera guerra mundial encontramos una visión del mundo entre abyecta y vagamente esperanzada por un ideal religioso:
¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida? Sé que este mundo existe. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que ese sentido no radica en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad penetra el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que bueno y malo dependen, por tanto, de algún modo del sentido de la vida. Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y conectar con ello la comparación de Dios con un padre. Pensar en el sentido de la vida es orar. (Diario filosófico, 8.7.16) Piénsese el mundo desde esta visión y se experimentará un incontenible apego al suicidio (como también lo percibiera el joven Wittgenstein). Nuestro judío vienés pensaba que el sentido del mundo (algo problemático, sin lugar a dudas) está fuera del mundo. Dicho de una manera más indigesta: vivimos en un mundo sin sentido (lo cual es en realidad muy lúcido si se piensa en plena trinchera). El Wittgenstein del Tractatus dice que el mundo es la suma de los hechos (y éstos están hechos a partir de cosas que interactúan y que forman lo que él llama estados de cosas) y no de las cosas. El lenguaje de la lógica, fiel reflejo de los estados de cosas, está constituido por proposiciones (que expresan hechos) formadas por palabras (que expresan cosas) que interactúan entre sí. Cuando uno se expresa mediante el lenguaje de la lógica lo hace con sentido o, al menos, con cierto sentido: para Wittgenstein, el único sentido del mundo lo encontramos en la lógica y por esa razón, todo lo que la lógica no puede expresar –que es aquello que queda fuera del mundo- no tiene sentido. Tiene sentido hablar de cómo el ciclo del agua transforma la nube en lluvia, porque lo observamos y podemos llegar a comprender de forma lógica. Pero no tiene sentido alguno hablar de qué hay después de la vida. La lógica puede describir el mundo (puede hablar de cómo es el mundo) pero no puede decirnos qué sea el mundo, pues ésta es una pregunta metafísica (o mística, para Wittgenstein) que va más allá del límite de la lógica. Pero el segundo Wittgenstein asume su error. Un problema de la filosofía del Tractatus es que convierte al ser humano en un androide o cyborg con el que es difícil relacionarse y en este sentido es muy ilustrativa la interpretación que Ernest Gellner nos ofrece: “He deals with all like cases in a like manner –that is his honour. Clearly, this is a trustworthy reliable man, but not exactly exciting and stimulating. You might be pleased to have him as your manager, but be less thrilled to find him your dinner companion” . Pero el gran error del Tractatus (que en el fondo lo hace más atractivo si cabe) es que Wittgenstein otorga un carácter predominante al lenguaje lógico con respecto a otros tipos de lenguaje que ni si quiera tiene en cuenta. Digamos que entiende la lógica como el único lenguaje válido, quedando los demás lenguajes en una situación de inferioridad. Por todo ello, lo que el segundo Wittgenstein anuncia es que no existe una relación jerárquica entre los lenguajes, pues cada lenguaje tiene sus propias reglas. En el pensamiento las Investigaciones filosóficas, el significado de la palabra deja de ser unívoco, como otrora lo fuera en el Tractatus. No existe ya un único significado para una palabra, no hay que entender el significado de la palabra sino que hay que saber darle un uso correcto con dependencia del contexto en que sea utilizada: el significado está en el uso (Gebrauch). Lo que se desprende de esta idea es que el significado –correcto- de una palabra nunca es en términos absolutos, sino en relación al contexto en que aparece. La palabra “comida” no significa exactamente lo mismo en el contexto de una fábrica alimenticia que en una situación como la que plantea la película ¡Viven!, o en la que encontramos en la cena familiar de Nochebuena. En este sentido el concepto de juego de lenguaje es muy importante: Me refiero a juegos de tablero, juegos de cartas, juegos de pelota, juegos de lucha, etc. ¿Qué hay común a todos ellos?-No digas: “Tiene que haber algo común a ellos o no los llamaríamos ‘juegos‘“-sino mira si hay algo común a todos ellos.-Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y por cierto toda una serie de ellos. Como se ha dicho: ¡no pienses, sino mira! Mira, por ejemplo los juegos de tablero con sus variados parentescos. (Investigaciones filosóficas § 66) Lo que Wittgenstein quiere decir es que la palabra juego no intenta captar una esencia universal para todos los juegos, lo cual es difícil porque cada juego tiene unas reglas distintas: el enroque tiene sentido en el ajedrez pero no en el korfball. Lo importante es que no existe una esencia que todos los juegos compartan de manera universal, si bien es cierto –y Wittgenstein lo reconoce- que existen algunos rasgos que ciertos juegos pueden compartir con otros (pero nunca con todos). Wittgenstein llamó a este fenómeno parecidos de familia, el cual refiere a la idea de que los juegos pueden tener ciertos parecidos, de manera que el korfball y el ajedrez, pese a no compartir el enroque entre sus reglas, sí comparten un parentesco porque en ambos juegos se busca ganar. Wittgenstein, que era muy astuto, se apresura a decir en las Investigaciones filosóficas que no todos los juegos tienen por objetivo ganar: un niño jugando a tirar una pelota contra una pared repetidamente no está compitiendo. Sin embargo, el juego del niño comparte con el korfball que hay un balón, rasgo que no comparte con el ajedrez. Las consecuencias de este razonamiento son de una importancia de primera magnitud en el pensamiento de Wittgenstein, aunque de primeras no lo parezca. Si extrapolamos la idea de la ausencia de una esencia universal al campo del lenguaje, encontramos que no hay tampoco una idea o esencia de lenguaje que sea única en stricto sensu, sino que existen muchos lenguajes que si bien cuentan con ciertos aires de parentesco, no dejan por ello de ser lenguajes que se rigen por reglas diferentes. Esto significa que los lenguajes son inconmensurables: no se puede atacar un lenguaje desde las reglas de un lenguaje ajeno, pues para jugar a un juego debes aceptar las reglas –si no lo haces no estás jugando a ese juego-. De esto se sigue que la añeja y wittgensteiniana visión del lenguaje lógico como superior en jerarquía con respecto al resto de los lenguajes se torna caduca antes los ojos de su propio autor. Imagínese un diálogo entre un ingeniero aeronautico (como lo era Wittgenstein) y un místico hindú. Si hablan sobre animales el primero lo hará desde una perspectiva biológica occidental, tratando al animal desprovisto de alma, como una especie de mecanismo que se rige por ciertas leyes. El segundo sujeto, muy al contrario, dirá que tras la apariencia del animal existe una realidad (llamémosle alma) que es inmutable y eterna y que se rige por una serie de reencarnaciones que reciben el nombre de samsara. Hablan dos lenguajes diferentes y uno no entiende el del otro. El primer Wittgenstein hubiera estado del lado del ingeniero porque el lenguaje de la fría y desalmada lógica sería el único con sentido y por tanto superior a todos los otros lenguajes menores. El segundo Wittgenstein diría que puesto que hay multiplicidad de lenguajes y ninguno es superior o mejor que otros –pues son sencillamente diferentes-, cada sujeto tiene razón pero dentro de su propio lenguaje y jamás de una forma universal ni absoluta. Un dato hasta ahora obviado en este discurso pero de gran importancia y de no menos divertimento es que Wittgenstein fue durante toda su vida un individuo fuertemente marcado por el sentido religioso. El primer Wittgenstein, a pesar de repudiar lo místico demuestra que en realidad es lo más importante precisamente porque guarda un absoluto silencio sobre ello: respeta tanto lo metafísico que considera una falta de respeto intentar hablar sobre ello para acabar diciendo cosas absurdas. Pero éste era el primer Wittgenstein. El segundo tiene por fin el campo abierto para expresar lo místico desde un lenguaje místico, lo ético desde un lenguaje ético y lo lógico desde un lenguaje lógico. Es de suponer que de poder elegir, hubiera preferido poder demostrar la existencia de Dios mediante la lógica, pero todo parece indicar que al final se conformó con hablar de Dios con un lenguaje místico. Con todo, el viejo y humanizado Wittgenstein se abrió paso entre los mecanismos de la máquina de precisión que fue y al respirar el aire fresco encontró que el sentido del mundo estaba en el mundo. Sólo que el mundo no tenía por qué ser necesariamente lógico. Ahora ya estaba preparado para la poesía y el amor: “Romantics may be moderate and be willing to live and let live, saying to the cold calculators: You keep the economy and we shall have love an poetry”.