domingo, 20 de febrero de 2011

Wilson y Valéry: una tentativa del simbolismo


Los textos de Edmund Wilson[1] y Paul Valéry[2] intentan dar una visión global del movimiento simbolista del siglo XIX, pero lo hacen de maneras diferentes. El texto del autor británico comprende una visión triple del tema que pasa por una mirada histórica, otra literaria y otra anglosajona. Es histórica porque su planteamiento nos presenta los antecedentes del simbolismo, de cómo se fraguó una dialéctica entre poetas mecanicistas en contraposición a otros de corte más soñador y menos cientificista (primero encontramos en el seno del siglo de las luces a los clasicistas -Molière o Swift-, cuya respuesta la encontramos en el romanticismo –Wordsworth o Byron-, para desembocar en el naturalismo –Zola- y finalmente en el simbolismo). La segunda mirada, la literaria, hace referencia a que Wilson sólo contempla dicha historia desde los literatos, haciendo caso omiso a las otras artes (no en vano su artículo pertenece a un libro sobre literatura). En cuanto al planteamiento anglosajón, decir que el autor dedica buen número de líneas a explicar cómo el inglés influye en el simbolismo (éste ayuda a romper con la métrica alejandrina francesa), siendo algunos de sus representantes buenos conocedores de esta lengua; y, por otra parte, explica cómo a su vez, el simbolismo influyó a la literatura inglesa posterior.

En el texto de Valéry encontramos un planteamiento diferente, en el que le da importancia a la enorme dificultad que supone definir qué sea “simbolismo” (Wilson también hace referencia a ello), siendo este problema mismo su punto de partida. Sea como fuere, la visión de Valéry es mucho más “desde dentro” y por tanto no es ni historicista (sólo nombra el romanticismo, el naturalismo y el realismo muy a vuela pluma) ni anglosajona: se limita a hablar sobre el movimiento mismo, sobre sus particularidades, sobre lo que le hacía ser lo que era, y es que habla del rechazo que tenían por el público, por lo establecido, de la falta de apoyo de la prensa e instituciones, del objetivo que tenían al escribir (satisfacer deseos o crear necesidades) y en general una búsqueda por la creación estética. Además, puesto que trata artes como la música, bien se puede decir que su visión no monopoliza el fenómeno literario.

En cualquier caso, parece justo afirmar que ambos textos son complementarios en la medida en que donde no llega uno llega el otro. Hasta aquí he tratado de forma general los textos y, además, me he detenido más en sus planteamientos que en sus desenlaces. Vayamos a estos últimos.

Un punto en que confluyen ambos autores es en la ruptura que el simbolismo provoca con respecto a la métrica y a sus rígidas normas que fueron por lo demás respetadas por los románticos. Nos dice Wilson que el simbolismo se nutre de fuentes del mundo anglosajón (aunque también alemanas o de la Grecia clásica), que desde siempre había gozado de unas reglas métricas mucho menos rígidas, mucho más libres. De este influjo surgió el “verso libre”, esto es, el verso irregular, que hubiera sido absolutamente impensable para las generaciones de poetas anteriores y que, de hecho, resultó inaceptable para muchas personas de bagaje cultural. También Valéry comenta que el movimiento simbolista suscitó un intenso debate en la época sobre la legitimidad de romper con las reglas que venían de la tradición y, por otra parte, la defiende alegando que el verso regular comportaba una serie de restricciones que impedían que la forma y no solo el contenido expresara aquella sensación que el poeta había experimentado.

Una parte de fundamental importancia para el movimiento simbolista es la hipotética teoría sobre la correspondencia de sensaciones. Valéry nos explica que estos estudios tuvieron repercusión en la pintura y en la poesía y que esto llevó al instrumentismo, que agregaba al alejandrino una serie de correspondencias entre timbres de los instrumentos orquestales y los sonidos de nuestro alfabeto. Por su parte, Wilson no habla explícitamente de correspondencias, pero sí nos proporciona antecedentes históricos que tienen que ver con éstas, recurriendo al poeta británico Wordsworth, quien dijo que el mundo funciona como un organismo, de forma que todo está relacionado, todo interactúa como una parte dentro del todo y lo hace en un mismo sentido, o como diría Schelling (que también entiende el mundo y la naturaleza como un organismo), con una misma voluntad. Decir que todo funciona de manera armónica dentro de un organismo no es muy diferente a decir que existe una correspondencia entre sentidos: ambas ideas refieren a la idea de un universo con sentido, a un consuelo metafísico.

Pero como ya se ha indicado, hay temas que uno trata y el otro no, e incluso alguno, como es el caso de la noción de experiencia estética o la de paraísos artificiales, que ni siquiera son nombradas por ninguno de los autores. En este sentido, Wilson atribuye una gran importancia a la función que tiene el símbolo dentro de este movimiento. Insiste en que el simbolismo tiende a una poesía que refleje los sentimientos del individuo de una manera que nunca se había encontrado en la historia (tampoco en el romanticismo), a saber, mediante símbolos que no tienen ningún tipo de significado convencional, símbolos que el propio individuo-poeta construye de la nada. El poeta aquí no nombra la cosa, sencillamente “intima” con ella creándola o recreándola mediante símbolos que inventa. Esto tiene su fundamento en la idea de que es imposible expresar nuestras propias emociones con un lenguaje convencional, y es por esta razón que cada poeta tiene que crear un lenguaje propio ya no para él, sino para cada sensación o emoción que tenga, porque cada una es única. Esto es en el fondo un intento por aproximarse a los efectos de la música, querían que su poesía fuera lo más abstracta y lo menos figurativa posible; pero lo cierto es que, al fin y al cabo, nos dice Wilson, la poesía está hecha de palabras y éstas siempre tienen un referente o una imagen. Es por eso que el simbolismo no es más que un intento de expresar los sentimientos propios.

Por su parte, Valéry no explica este fenómeno de manera tan técnica sino que se centra más en su aspecto social: en cómo la recepción de estos poemas produjeron una radical incomprensión de los mismos y un rechazo generalizado hacia el simbolismo (y en esta medida, también un texto complementa al otro). Claro está que un poema que utiliza símbolos que no están convencionalmente aceptados, que un autor inventa por sí mismo de manera –desde el punto de vista de la sociedad- arbitraria, va a caer en la más profunda incomprensión por parte del público. Valéry habla del “Enemigo”, como todo un aparato de menosprecios y acusaciones que empezaba desde la proclamación de la ininteligibilidad de las obras simbolistas y que luego pasaba a una suerte de caza de brujas, en la que se les acusaba de oscuros, de preciosistas y de estériles. Si a esto se le suma el progresivo distanciamiento de las nuevas generaciones, cada vez más alejadas del sentir general del simbolismo, encontramos que éste acabó disolviéndose y quedando como un movimiento dentro de la historia. Pero hay algo muy interesante en las últimas líneas de Valéry cuando dice que el simbolismo es hoy (por 1936) un estado de ánimo y una concepción del espíritu absolutamente opuesto al que ahora gobierna la humanidad. En efecto, el más desalmado cientificismo (con el auge de la técnica, el sinsentido tras la caída de Dios, el absurdo de la guerra, el dominio del capitalismo y la proliferación de filosofías como la del neopositivismo lógico) se apoderó del espíritu sensible del simbolismo. Por esta razón, dice Valéry, el simbolismo es ahora un símbolo del pasado. Con todo y a modo de cierre, quizás este símbolo constituya una óptima herramienta para el ser humano hoy.


[1] Wilson, E., El simbolismo en El castillo de Axel: estudios sobre literatura imaginativa de 1870-1930, Cupsa, Madrid, 1969.

[2] Valéry, P., Existencia del simbolismo en Matemática tiniebla, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011.

martes, 15 de febrero de 2011

La genealogía de la moral: autoafirmación y resentimiento


Aquello era un tormento, una continua e insoportable humillación que pasaba de la idea al sentimiento incesante e inmediato de que yo era una mosca, una vil e inútil mosca para todo el mundo; pero más inteligente, más culta y más noble que nadie, claro está; pero una mosca, al fin y al cabo, que continuamente cedía el paso a todos, una mosca humillada y ofendida por todos.
Fiódor M. Dostoievski

Toda concepción ontológica conduce al hombre a percibir el mundo, la realidad, la ciencia, la moral, etcétera, de una manera particularizada por aquella. Es por eso que para entender la concepción de la moral nietzscheana hay que entender primero su ontología. Nietzsche es un gran crítico de la metafísica idealista de Sócrates y Platón: niega la existencia de la cosa en sí. Ya no hay un avance lento y penoso hacia el concepto, hacia la idea, y ni mucho menos una aproximación a una idea de bien; lo que es, no lo es con independencia del ser humano, no existe una idea eterna, no existe una única verdad sino miles de verdades. La verdad, o lo que es, no es siempre uno y lo mismo sino lo que las personas pactan que sea (y más que las personas, tal y como veremos, es el vulgo). Puesto que la ontología de Nietzsche es la del pacto, la ciencia también lo es, pero lo que importa aquí es que en términos de moral, según lo que nos dice Nietzsche, no existe una idea de bien eterna e inmutable. Pensar que si la humanidad desapareciera del mundo y que una hipotética idea de bien continuara intacta es una idea que Nietzsche considerará abyecta. Bueno y malo es lo que el grupo dice que sea.
El uso de la genealogía como método para reflexionar acerca de qué sea y cómo esté articulada la moral, está justificado por la nietzscheana pretensión de acercarse al origen de la formación de las palabras “bueno” y “malo”. Lo bueno es una ficción, no es nada real u objetivo. Nietzsche hace una genealogía del término, esto es, busca el origen del mismo con el objeto de esclarecer lo que es hoy en día. “Bueno”, nos dice Nietzsche, viene a significar –en origen- “noble” o “aristocrático”, no en sentido socio-político, sino en el sentido de superioridad sobre otros; de todo esto se infiere que “malo”, al ser un término diametralmente opuesto a “bueno”, significará “vulgar”, o “plebeyo”. Así lo expresa el pensador alemán:
La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema referente a qué es lo que las designaciones de lo “bueno” acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptual, -que, en todas partes, “noble”, “aristocrático” en el sentido estamental, es el concepto básico, a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, “bueno” en el sentido de “anímicamente noble”, de “aristocrático”, de “anímicamente de índole elevada”, anímicamente privilegiado”: un desarrollo que marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que “vulgar”, “plebeyo”, “bajo”, acaben por pasar al concepto “malo” .
El ser humano poderoso es quien genera, o impone, o crea estas denominaciones y lo hace porque impone su voluntad de poder, impone la voluntad de denominar sus experiencias bajo un término que él mismo crea. El vulgo recibe una moral, así pues, impuesta por el que en terminología nietzscheana sería el “hombre superior”, pero debido a su debilidad inicia una transmutación de los valores, y los malos pasan a proclamarse buenos ante el mundo: el rebaño pasa a imponer su voluntad de poder, de manera que el hombre superior, o sea, el espíritu libre, ve coartada su actividad cuando intenta rebasar los límites impuestos por la moral colectiva.
Cuando Nietzsche habla de dicha rebelión, se está refiriendo básicamente a dos movimientos, por una parte al socialismo y la democracia, pero por otra, y fundamentalmente, al cristianismo. Conceptos tales como ley, solidaridad, sacrificio o virtud, son convertidos en valores por los gregarios, por el rebaño, por los resentidos, por los débiles, por los estoicos. Y lo hacen con la esperanza de poder frenar los espíritus nobles y libres. En El Antricristo dice Nietzsche que “el cristianismo ha encarnado la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del repudio de los instintos de conservación de la vida pletórica; ha hecho perder hasta la razón a los hombres intelectualmente más potentes” , de manera que por una paradoja humana, quizás demasiado humana, los valores que encarnan al hombre egregio (y que suelen coincidir con las virtudes de la tradición greco-romana) como la fortaleza, la justicia, la templanza, la prudencia, etcétera, pasan a formar parte de los valores denostados, de lo no aceptado. El hombre gregario se encarga de que sus valores sean transformados en los que tienen validez, asegurándose así aquello que más persigue: su supervivencia (sus valores son los de la humildad, la sumisión, la humillación, el sufrimiento, etcétera).
En una pequeña obra de Dostoievski llamada Memorias del subsuelo (1864) encontramos encarnado un espíritu noble ahogado en una burocracia que viene a representar el estrato más desarrollado del pacto del rebaño. Nuestro personaje vive en una soledad agobiante y con una economía depauperada que hace de su vida una tragedia, cuanto más si tenemos en cuenta que este hombre del subsuelo es absolutamente consciente de lo denigrante de su situación. Repudia al colectivo y es visto como un “tipo raro”, pues al ser un solitario, tal y como él mismo admite, no ha podido desarrollar habilidades sociales. Tanto mejor para él, pues el vulgo le resulta del todo despreciable. De su boca salen estas palabras que vienen a poner de relieve la cuestión del individualismo: “todos ellos, por el contrario, se parecían tanto los unos a los otros, y eran tan torpes, como los borregos de un rebaño. De toda la oficina, posiblemente sólo a mí, me parecía constantemente ser un servil y un cobarde; y si así me lo parecía, era porque yo estaba más desarrollado mentalmente que ellos” , y unos párrafos más tarde arguye “otra cosa que me atormentaba por aquel entonces, era que yo no me parecía a nadie, ni nadie se parecía a mí. ‘Yo soy uno, mientras que ellos son todos’-pensaba yo sumiéndome en reflexiones” y también se atreve a mascullar “les considero a todos unos peones de ajedrez” . No se identifica con nadie y se ve superior a todo el mundo porque considera que las gentes son dóciles, gregarias, enfermizas y mediocres. Nietzsche también diría que la cultura Occidental ha generado una moral de rebaño que echa a perder todas las fuerzas creativas de los individuos.
Lo que conduce al rebaño, a los “esclavos”, a la transvaloración de los valores es el resentimiento para con el espíritu libre, que es capaz de crear valores a partir de la afirmación de un modo de vida propio. Pero el rebaño, resentido, en lugar de afirmar su propia forma de vivir (lo cual sería imposible, porque no tiene ninguna forma de vida propia pues vive según lo que se le va marcando en cada momento), se limita a negar lo que el espíritu egregio afirma. No es una posición creadora, no es un acto de libertad. Pero, ¿por qué este resentimiento? Nietzsche nos explica que “les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción” , es decir, son incapaces de obrar según sus propias reacciones, ni por sus acciones, porque éstas no son libres, no tienen nada que aportar, no son creativas, no construyen nada nuevo: el rebaño queda eternamente encerrado en el mismo corral, obrando siempre de la misma manera. Y ahí no hay reacción, sólo hay hábito. A fin de cuentas, el rebaño obra con malicia, con resentimiento, con envidia porque no puede soportar la libertad con la que actúa el hombre libre, y es por eso que niega sus valores. En cambio, el espíritu libre no da importancia a la moral del rebaño, sólo la contempla para recordarse a sí mismo que eso que tiene delante es lo que no vale para él, o sea, “lo malo”.
La famosa frase nietzscheana de que “hay que defender al fuerte del débil” cobra sentido después de esta explicación. En esta lapidaria sentencia se encuentra una férrea crítica a la teoría hegeliana de la dialéctica del amo y del esclavo (que Nietzsche leyó y conocía perfectamente), que viene a decir que toda identidad necesita apoyarse sobre su contrario: A no puede ser A si no se contrapone a ⌐A, lo cual significa que el amo no puede ser amo si no se apoya en el esclavo y viceversa (este es un reducto de la lógica dialéctica hegeliana). Pero Nietzsche no concibe esta postura porque para él, el amo es siempre amo no en comparación con nada, sino como producto de una autoafirmación que nada tiene que ver con la dialéctica. No hay dialéctica entre amo y esclavo, sólo hay afirmación del esclavo en sí mismo e ignorancia completa del esclavo. El amo no necesita al esclavo por una sencilla razón: es creador y por tanto es capaz de construir su propia vida, sus propios valores; pero bien diferente es la suerte del esclavo, pues éste sí necesita del amo porque necesita que le guíen por el camino que debe tomar.
Con la formulación de esta teoría de la moral, la ética nunca pudo volver a ser la misma. Después de más de veinte siglos, se cae la bienintencionada e inocente aunque castradora moral socrático-estoico-judeo-cristiana y, con ello, cae de golpe la venda que el hombre occidental había llevado. Es cierto que hay discursos de la filosofía moral que intentan volver a la virtud o reformular una especie de sentido universal de los valores, pero lo cierto es que con la Genealogía de la moral, la crisis de los valores se agudizó de forma que prácticamente no hay salida. La irracionalidad del siglo XX, que tiene mucho que ver con la pérdida del sentido, aduce directamente a esta crisis: si el bien y el mal es aquello que ciertos grupos humanos dictan y no tiene que ver, en cambio, con un designio divino o con un ideal inmutable, ¿entramos entonces en el todo vale?, ¿en el relativismo más feroz?