lunes, 13 de diciembre de 2010

Una historia comparada de la caída, la angustia y la esperanza: ¿Existe una salida, hoy? (3 de 3)

Heidegger parte de la premisa de que la muerte es el fin, lo cual significa que asume que no hay una vida ultra terrena, ni ningún tipo de pervivencia fuera del tiempo, etcétera. Llegados a este fin, dirá, no hay nada, o más bien, con lo que nos encontramos es con la nada. Entonces, si el Dasein es capaz de asumir esto, pronto entenderá que desperdiciar la vida propia no actuando según su auténtica voluntad es algo así como un pecado (sin el sentido religioso de la palabra). En Schelling había que ser uno mismo, había que entregarse a lo particular para poder tomar conciencia moral, para saber qué era el mal y luego volver al emplazamiento natural del hombre (lo mismo que la religión nos dice, a saber, el ser humano se encuentra en el mal después de haber actuado con libertad en el jardín del Edén y ahora su tarea es volver al estado primigenio, que es el que nos lleva a la bondad y nos aleja de la maldad), que es el de la voluntad de la naturaleza –o sea, el bien. En Kierkegaard había que ser uno mismo para alejarse en alguna medida de la desesperación y así apartarse de la vida pecaminosa (el discurso de Heidegger asume en gran medida el kierkegaardiano, pero, se aleja del componente teológico). En Heidegger, en cambio, hay que ser uno mismo porque es lo único que le queda al ser humano. Kierkegaard y Schelling no vivieron en la época en la que se guillotinaban los dioses (aunque vivieron alguno de los síntomas que conducirían a la humanidad a tales menesteres), pero Heidegger sí. Entonces, ¿qué diferencia a Heidegger de sus dos interlocutores decimonónicos? Presumiblemente la pérdida de la esperanza, o al menos buena parte de ella. Resulta difícil decir si Heidegger era un desesperado en el sentido kierkegaardiano, aunque presumiblemente lo fuera, pero lo que es seguro es que era un desesperanzado. Heidegger nos dice que hay que asumir nuestra finitud y a partir de ahí intentar vivir de una forma auténtica, sin perder el tiempo viviendo según cómo se espera que vivamos (y nótese la idea de perder el tiempo: cuando perdemos el tiempo nos sentimos mal, o incluso angustiados; y todavía nos sentimos peor si perdemos el tiempo por causas ajenas a nuestra decisión, como por ejemplo cuando se retrasa el tren o tenemos que hacer cola). Ser sí mismo y vivir de forma auténtica es una respuesta al problema, pero al fin y al cabo, es una respuesta que no satisface al ser humano, pues aunque lo invita a vivir de una forma plena, no acaba con el problema de la infinitud.
Puede parecer que el discurso heideggeriano se aleja mucho de las diferentes formas de esperanza que el hombre ha ido construyendo a lo largo de la historia, y en buena medida es así, pero si escudriñamos en el pensamiento más inmediato a nuestros tiempos encontramos posturas ya del todo radicalizadas que se alejan taxativamente de cualquier tipo de esperanza. El literato norteamericano Chuck Palahniuk expresa en su obra El club de la lucha (1996) todo su resentimiento: “Tienes que saber, no temer, saber que algún día vas a morir, y hasta que no entiendas eso, eres inútil […] No eres un bonito y único copo de nieve, eres la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás, todos somos parte del mismo montón de estiércol” . Aquí vemos un giro respecto a la visión heideggeriana: ni siquiera la individuación sirve de nada (y con ello parece que aquella idea protestante de lo individual surgida en el humanismo medieval empieza a desmoronarse). Si bien acepta que uno debe asumir esa posibilidad de todas las posibilidades que es la muerte, no parece que ese salto a la individuación, al sí mismo, opere de forma positiva en el individuo porque en realidad es un engaño, una ficción más para poder soportar el peso de la realidad. Aquí hay que asumir todavía más que la muerte, hay que asumir que ni siquiera hay nada de especial en uno mismo (nada de particular, nada que nos distinga de lo universal). Esto produce temor y temblor, pero es algo que se escribe en nuestra época más inmediata y que quizás sea indicativo del lugar hacia el que nos dirigimos. Ahora parece que no queda ni vuelta al paraíso, ni amor, ni religión, ni la segunda familia, ni tan solo autenticidad. Los bastiones han ido cayendo uno a uno y el hombre debe tener unas tragaderas inhumanas para asumir tanto peso.
Pero, si esto es así, ¿qué le queda al ser humano? Es obvio que la respuesta está todavía por llegar. Por una parte, parece difícilmente rebatible que la angustia no va a desaparecer porque de un modo más o menos manifiesto siempre ha estado ahí (puesto que es una realidad inherente a la condición humana). Un posible camino a seguir lo encontramos en las últimas páginas de El lobo estepario de Hermann Hesse, en el que encontramos la figura de Harry Heller en una situación límite: ve a Wagner y a Brahms haciendo penitencia en una especie de purgatorio. Ante esto, Heller se pregunta por qué dos personas tan sobresalientes deben hacer penitencia, a lo cual es respondido por Mozart (que es su interlocutor durante estas últimas páginas a las que nos referimos), recordándole éste que todos tenemos que hacer penitencia debido al pecado de Adán y Eva. Ante esto Heller desespera y por ello Mozart le increpa:
Me da mucha risa tu angustia imprecisa, tu torpe sonrisa; ¡es para morirse de risa y como para hacérselo en la camisa! Veo tu lucha incruenta, con la tinta de imprenta, con tu pena violenta, y por evitarte la afrenta, aunque sea una broma tremenda, voy a hacerte de un cirio la ofrenda. ¡Vaya un galimatías que te has armado; te sientes en ridículo, desgraciado, y estás en evidencia y condenado y ante tus propios ojos menospreciado! No sabes lo que hacer ni qué emprender.
Lo que Hesse –ahora en boca de Mozart- dice aquí es que a esta angustia no se puede escapar; pero fíjese el lector que a Mozart le provoca “risa” el intento desesperado de Heller por salirse de ella. Claro que ésta es la situación de todo ser humano: no sabemos qué hacer ante la situación angustiosa; no sabemos bien qué es, aunque sabemos que está ahí. No obstante, lo prometido es deuda y también la necesidad de dar una salida al conflicto que nos atañe, así que volvamos a Hesse. El literato alemán abre un camino que no lleva a la redención, ni a una vida ultra terrena, ni a una creencia escatológica, ni a una segunda oportunidad en el seno del drama de la historia familiar. Otra vez en boca de Mozart (que al ser un espíritu ya inmortal, tiene el don de ver el mundo y la vida desde la otra orilla) leemos:
Sea usted razonable por una vez. Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír . Ha de escuchar la maldita música de la radio de este mundo y venerar al espíritu que lleva dentro y reírse de la demás murga. Listo, otra cosa no se le exige.
Una receta humana a una enfermedad mortal, o sea, humana, aunque causada por lo eterno y lo divino . Sencilla y poco pretenciosa, quizás sí, pero ¿acaso no es la angustia (entre otras muchas cosas) un fenómeno físico?, y ¿no es menos cierto que cuanta más alegría hay en uno, más alejada queda la angustia? Solo cuando uno se toma la vida lo suficientemente en serio le sobreviene la angustia. Está claro que el hombre no puede vivir siempre con sentido del humor (y en eso no está de más darle la razón a Heidegger, puesto que los estados de ánimo nos sobrevienen y en ningún caso podemos decidir según nuestra conveniencia), pero sí puede tener una buena disposición a vivir con la alegría de su parte. Esto no significa tampoco que deba uno obviar la angustia ni tampoco el abismo, sino asumirlos como una parte de nuestra vida, aunque sin obsesionarse con ello. Al fin y al cabo risa, alegría y felicidad son tres términos muy relacionados, y si volvemos al inicio del problema, esto es, al planteamiento mitológico, vemos claramente que lo único que el hombre le pide a Dios es felicidad. De alguna manera, en el mito, se dice, está todo, y por esa razón, no parece descabellado postular la alegría (la felicidad en el mito) como una posible vía para salir de la angustia, si no de la desesperación, en los tiempos en los que nos ha tocado vivir.


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OBRAS CITADAS
Aristóteles, Física; introducción, traducción y notas de Guillermo R. de Echan, Madrid, Gredos, 2002.
Gil de Biedma, J., Antología poética; prólogo de Javier Alfaya; y selección de Shirley Mangini González, Madrid, Alianza, 1981.
Hesse, H., El lobo estepario, Alianza, Madrid, 1968.
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, Trotta, Madrid 2008.
La Santa Biblia: Antiguo y Nuevo Testamento: revisión de 1960/antigua versión de Casio, Sociedades Bíblicas Unidas, 1964.
Moreno Claros, F., Martin Heidegger, Edaf, Madrid, 2002.
Palahniuk, C., Fight club, Vintage, 2006.
Pardo, J.L., La metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución, Pre-textos, Valencia, 2006.
Robert, M., Novela de los orígenes y orígenes de la novela, Taurus, Madrid, 1973.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Una historia comparada de la caída, la angustia y la esperanza: ¿Existe una salida, hoy? (2 de 3)

individuo. Es por esta misma razón por la que la fe es la cura a la angustia –o el salto de fe, si se quiere-, porque el procedimiento no puede ser especulativo (y esto es lo que manda la época) sino de mera creencia. Pero la época de Kierkegaard, que es la primera parte del siglo XIX no es la misma que encontramos en el pensamiento de Nietzsche, que es precisamente la segunda parte de dicho siglo. En Nietzsche encontramos una radicalización del desapego a lo espiritual que denuncia Kierkegaard, en tanto que anuncia no solo la muerte de Dios, sino que responsabiliza al hombre mismo de haberlo asesinado. Esto lleva muchas consecuencias, pero lo que interesa de este hecho para el desarrollo del presente discurso es que desde este momento, ya no se puede pensar la angustia en términos teológicos, ni religiosos, ni mitológicos, ni –huelga decirlo- kierkegaardianos. Pero la angustia sigue estando ahí y, además, lo está con una fuerza renovada porque Dios ha caído y por tanto no puede venir a hacer compañía al hombre cuando se siente solo, desgraciado, temeroso y tembloroso. El drama humano ahora tiene la difícil tarea de encontrar una solución diferente a su tormento; necesita un consuelo que difícilmente –al menos a priori- puede ser metafísico. La respuesta a la pregunta por el sentido de la angustia como concepto clave en el pensamiento de estos dos últimos siglos radica entonces en la pérdida de Dios, que era precisamente lo que permitía sobrellevar la angustia al hombre. No tendría sentido alguno que el término de la angustia hubiera sido entronizado antes de la Ilustración y la consabida eclosión de la razón especulativa por encima de la dimensión teológica, precisamente porque el hombre podía vivir sin angustia, pues antes bien, vivía ignorándola en tanto que la fe (con alguna ayuda por parte de la Iglesia, como por ejemplo el terror inquisitorial o el mecenazgo del arte como herramienta para impresionar al campesino de a pie y acabar convenciéndolo de que en el cristianismo se hallaba la verdad –ahí están las faraónicas catedrales medievales, que todavía hoy causan un gran impacto sobre el visitante) no sufría por aquel entonces ningún resquicio, ninguna grieta por la que la razón especulativa pudiera hacer fallar el sistema. Pero llegó Nietzsche con el cuchillo entre los dientes y obligó al hombre a enfrentarse al abismo con armas puramente humanas. Así, pues, ¿podría el hombre enfrentarse a su propio drama de una forma plausible, pero sin recurrir a Dios? Lo cierto es que la respuesta no se hizo esperar, pues ya Freud, tan solo unos pocos años después de la muerte de Nietzsche, nos ofrece una respuesta brillante, aunque como veremos no del todo disociada del mito.

Nos dice Freud que la infancia proporciona al niño un estado primigenio de garantía de seguridad, ante la figura de los padres que se rebelan como portadores de una capacidad de amar y de unos cuidados incesantes. En este tiempo, el niño vive en un estado de inocencia que lo une de forma inextricable a sus padres; pero pronto el niño empieza a crecer y por tanto aquellos cuidados van disminuyendo, luego empieza a dudar de si aquel amor inicial sigue existiendo. Bien se podría asociar este momento con el despertar de la conciencia, puesto que precisamente aquí, el niño empieza a observar, a comparar, a analizar qué es lo que ha cambiado. Con todo, y en palabras de Marthe Robert, “va a sustituir la fe por el espíritu de examen y la eternidad por la vacilante realidad del tiempo”[1]; o lo que es lo mismo, el niño va a dejar la edad de la inocencia –o sea, dejará aquella época en la que los hombres eran héroes y convivían con los dioses- y al tomar conciencia, será expulsado al mundo temporal, donde empezará a vivir su particular drama personal, que es el mismo para todos. Desde este momento, incapaz a renunciar al paraíso, el niño se rebela contra sus progenitores y los empieza a considerar como unos extraños: recordemos que aquí el niño está desesperado y que siente que sus padres lo han abandonado (quizás sea este el momento más humano en la vida de Cristo, cuando desde la cruz se pregunta en (Mt 27,46)Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"[2]).

Un elemento importante tanto en el pensamiento de Freud como en el mitológico es que en este punto del despertar de la conciencia (o de la caída del hombre al mundo temporal), el niño toma conciencia de la sexualidad de sus padres, con lo que, en palabras de Robert “las dos figuras no pertenecen ya al mismo mundo, dependen de dos categorías muy distintas”[3]; con lo cual tenemos que por fin el niño es capaz de jugar con pares de opuestos (elemento que en la mitología se da en la caída, cuando hombres y mujeres aparecen sexuados). El niño reconoce ahora en su madre a una mujer deseable, lo cual opera en detrimento de aquella voluntad de volver al estado inicial en que todo el amor de la madre era para él (y así es como el padre, principal competidor por el amor de la madre, deviene el castrador oficial del hijo). Como en el cristianismo, el individuo se queda ahora solo y sin amor, pues se sabe escindido, ya que le han robado aquello que en principio se le aparecía como algo legítimamente propio. Como en la mitología griega, ahora ha quedado expulsado del seno de su primera familia y su corazón (en el caso de Prometeo es el hígado, pues éste representa en el mundo griego, y de forma simbólica, aquello que el corazón representa para nosotros hoy: el reducto físico de lo emocional) es devorado diariamente por un águila despiadada. Es por eso precisamente por lo que Prometeo necesita robar el fuego, porque el fuego da calor y une los corazones de los individuos desesperados entorno a la hoguera. Es por eso por lo que Juan nos dice en el Evangelio: “Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (Jn 4,11-12). Es por eso que Kierkegaard dice que hay que aceptar a Dios (que no es otra cosa que amor) como parte de uno mismo mediante el salto de fe. Pero, y ahora que Dios ha muerto, ¿qué le queda al hombre?

Volviendo a la visión freudiana de Marthe Robert, encontramos una apología del cuento que quizás esclarezca la pregunta aquí planteada. La autora francesa dice que “el complejo de Edipo es un hecho humano universal. No existe ficción, representación, arte de imagen, que no sea, de algún modo, una velada ilustración de él”[4], y en tanto en cuanto esto sea aceptable (y aquí cabe recordar que la doctrina freudiana no diferencia de manera radical los lenguajes de la imaginación, sea música, ciencia, literatura, filosofía o pintura), Robert se centra en el cuento como expresión universal de la tragedia de la caída del niño y su posterior viaje iniciático. Argumenta que en buena medida, los cuentos arrancan con una situación inicial donde se presenta un niño o adolescente –o varios- en una situación más o menos precaria (ahí está Cenicienta, que es obligada a trabajar duramente por sus tías; Blancanieves, que es repudiada por su madrastra; o Pulgarcito, que es vendido por sus propios padres), es decir, en una situación de caída. A partir de este momento, el personaje inicia un viaje en el que se encuentra con graves contratiempos que finalmente logra salvar. No obstante, y aunque hay un componente épico en esta idea, nos dice Robert que este tipo de personaje no llega a ser jamás un Moisés o un Edipo, pues no llega a fundar grandes ciudades ni a morir por un ideal. Este tipo de héroes rompen de lleno con lo familiar porque se consagran a un valor nuevo creado por ellos mismos. El Pulgarcito de turno es más inocente, y Robert lo argumenta de esta manera:

No desea ser llevado al trance de la muerte para conocer una gloriosa resurrección. Tampoco, salvar a un pueblo entero al precio de su propia aniquilación, ni renunciar a toda felicidad personal para servir de ejemplo a una nueva edad. Mucho más modestamente, quiere una mujer, “muchos hijos”, la riqueza y la paz ideal del hogar tras las tormentas de su trabajosa infancia. Es esta la razón por la que el comienzo de su reino señala el final de la fantasía.[5]

En dos palabras: lo que el hombre caído anhela no es más que una segunda oportunidad para volver a fundar su reino ideal del que nunca quiso ser expulsado. En el cuento está latente la idea de conseguir fundar una nueva familia que revista de calidez el corazón del individuo caído por la traidora familia primera (así como una invitación a la esperanza). Como vemos, esto no está nada alejado de la visión cristiana porque al fin y al cabo, la solución del cristianismo es la de la redención y la vuelta al reino de los cielos. En ambos casos, asimismo, hay un proceso mediante el cual el individuo debe ganarse la vuelta al hogar: en el cristianismo la fe, en el cuento una suerte de adaptación a la dureza de los problemas de la vida, que deberán ser salvados para hacer efectiva la fundación de la segunda familia. Desde este punto de vista, el psicoanálisis freudiano no se ha desligado del todo –aunque sí en cierta medida- de la pretensión cristiana. Por ello se torna necesario avanzar un poco más en el tiempo y acercarnos a la figura de Heidegger.

La línea de reflexión de Heidegger hunde sus raíces hasta el pensamiento de Kierkegaard, pero éste, a su vez, y junto con Schelling, es heredero de la antigua tradición humanista que surge en San Pablo y San Agustín y que cobra forma en Martín Lutero. Aquel viejo humanismo decretó que la soledad en la que se encuentra el hombre nos lleva a una suerte de libertad determinada. De los autores citados, Schelling es el primero que retoma este discurso diciendo que el hombre y la trascendencia de la que es poseedor son un producto más de la naturaleza y que ésta tiene una voluntad única. Lo que ocurre es que el hombre está hecho de libertad y se ve incapaz de permanecer fiel a esta voluntad de la naturaleza. El hombre quiere determinarse por lo que la naturaleza le indica como lo prohibido (ahí vuelve a aparecer el engaño a Dios), porque es la única forma de ser sí mismo (y esto es de una relevancia sin límites). El lector debe tener en cuenta que tanto Schelling como Kierkegaard se enmarcan dentro del protestantismo luterano, y por esa razón lo individual tiene un peso tan marcado. Kierkegaard tiene muy en cuenta esta tesis schellingiana, tanto, que la reformula para darle un emplazamiento privilegiado en la arquitectura de su obra. Como se refirió más arriba, el ser humano desesperado tiene la posibilidad de aceptar a Dios como una parte fundamental de sí mismo, siendo esta posibilidad la salida a su desesperación misma. Kierkegaard insiste en que todo aquel que no acepta a Dios es porque quiere desesperadamente ser sí mismo o no ser sí mismo, pero en cualquier caso no quiere ser, sencillamente, sí mismo. ¿Pero por qué esta insistencia en lo particular, en ser uno sí mismo? En Schelling porque el ser humano necesita diferenciarse de la voluntad universal de la naturaleza, en Kierkegaard porque es la única vía por la que uno llega a ese estrato religioso que viene a calmar las aguas del temperamento humano. Pero la pregunta, o mejor, el fondo de la pregunta sigue sin recibir una respuesta clara, y por eso parece necesario recurrir a Heidegger quien, vaya por delante, retoma este discurso –no en vano es heredero de esta misma línea de pensamiento enmarcada indudablemente en el marco del protestantismo-.

Ser sí mismo en la jerga heideggeriana se traduce por autenticidad, y como cabía de esperar presenta notables diferencias con sus antecesores. Heidegger explica que el Dasein, que tiene conciencia de su propia muerte acostumbra a tomar una postura cómoda y cobarde que pasa por negar, o mejor, actuar como si esa muerte no fuera con uno mismo. El mecanismo que utiliza es muy sencillo: se refugia en lo que Heidegger llamó el “man”, traducido al español por el “se”. La gente “se muere”, pero eso a uno no le afecta, así que como la fórmula funciona se traslada de la muerte a la vida: ahora uno hará lo que “se” tiene que hacer y vivirá según “se debe”, con lo que se encontrará con un encubrimiento total de aquella conciencia de la muerte. Pero es un encubrimiento ficticio y patológico que acaba por volverse contra su portador en el momento mismo en que se pregunta si la vida que ha llevado ha sido digna, en el sentido de si ha sido aprovechada. Esta pregunta puede llegar en el lecho de muerte o mucho antes, pero el ser humano que toma conciencia de que vivir según las normas de los demás (y según la forma de vivir que “se” acepta por lo general) no le ha llevado a vivir una vida auténtica, entonces y solo entonces, asume la muerte como un muro infranqueable que obliga a uno a aprovechar el tiempo que le queda para poder hacer lo que uno de verdad quiere hacer. El drama aquí es desaprovechar el tiempo haciendo lo que se supone que se debe hacer. Luís Fernando Morenos, profesor de la Universidad de Salamanca se expresa muy claramente:

La inminencia de la ‘imposibilidad absoluta de todas las posibilidades’ pone al Dasein también frente a la inminencia del enfrentamiento consigo mismo, lo abre a la posibilidad de apropiarse de sí; con otras palabras: le ofrece la oportunidad de apropiarse de ‘su propio yo’. Heidegger traducirá ese ‘poder morir en cualquier instante’ en un ‘puedo ser yo mismo en cualquier instante’. Asumir la posibilidad del advenimiento de la propia muerte torna al estar aquí ‘libre para la muerte’ y, con ello, también libre en la vida en el sentido de que ha asumido la determinación que lo constituye en tanto que ser finito condenado a llegar a un final[6]



[1] Robert, M., Novela de los orígenes y orígenes de la novela, Taurus, Madrid, 1973, p. 40.

[2] Cabe decir a este respecto que existe una corriente que interpreta el texto original arameo (en el que puede leerse “Eli, Eli lema sabachtani”) en un sentido diferente, que vendría a ser el que sigue: “Dios mío, Dios mío, para este propósito fui reservado”. Quizás esta interpretación esté tocada por un ímpetu o un fervor por salvar la divinidad de Cristo y, por tanto, y aunque la tengo en cuenta, no puedo por menos que rechazarla.

[3] Robert, íbid., p.44.

[4] Íbid., p. 53.

[5] Íbid., 80.

[6] Moreno Claros, F., Martin Heidegger, Edaf, Madrid, 2002, p.215.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Una historia comparada de la caída, la angustia y la esperanza: ¿Existe una salida, hoy? (1 de 3)

RESUMEN

La finalidad del artículo consiste en proponer una posible salida (y para ello habrá que ver primero si existe tal posibilidad) al problema de la angustia hoy, para lo cual será necesario elaborar una historia de ésta y las diferentes fórmulas que se han dado para superarla, ligadas siempre al contexto histórico en que se perpetraron. Esta historia debe mostrar las diferentes formas de entender la angustia en el ser humano, desde la prehistoria hasta nuestros días y de una forma más profusa en la estela del pensamiento más ligado al protestantismo, por lo que el planteamiento kierkegaardiano (auténtico puente entre el humanismo medieval y el existencialismo del siglo XX) hará de piedra de toque para interpretar, mediante un estudio comparativo, las diferentes concepciones de la angustia aquí presentadas.

Palabras clave: Esperanza. Angustia. Muerte. Protestantismo. Existencialismo.

ABSTRACT

The purpose of the article consists in proposing a possible exit (and in order to do it, it will be necessary to first see if such a possibility exists) to the problem of the anguish today, to which it will be necessary to elaborate a history of this one and the different formulae that have been given to overcome it, always tied to the historical context in which they were perpetrated. This history must show the different ways of understanding the anguish in humankind, from the prehistory to the present day and in a more profuse form in the line of the thought most tied to Protestantism, because of which, the kierkegaardian approach (authentic bridge between the medieval humanism and the existentialism of the 20th century) will do of touchstone to interpret, by means of a comparative study, the different conceptions of the anguish here exposed.

Keywords: Hope. Anguish. Death. Protestantism. Existentialism.

Lo que embellece el desierto es que en alguna parte esconde un pozo de agua.

Antoine de Saint-Exupery

El viejo Aristóteles ya nos advirtió que “las mismas opiniones reaparecen periódicamente entre los hombres, no una vez, ni dos, ni unas cuantas, sino infinitas veces” (Meteorológica, I, 14). Por esta razón, cuando el hombre intenta explicar los misterios de los más bajos fondos de su existencia y de su condición misma, acaba por recurrir a las mismas ideas aunque revestidas de las más insólitas maneras. Cierto es que estas ideas, en ocasiones, cobran formas que parecen conducir el pensamiento por los vericuetos más oscuros e incomprensibles; pero en el fondo están expresando lo mismo. Cada ser humano piensa lo mismo bajo las circunstancias en las que vive, de suerte que un individuo prehistórico deberá hacerlo de forma mítica, un griego lo hará mediante el lógos, un religioso islámico con el Corán en la mano o un filósofo analítico mediante el lenguaje formal.

Puesto que el tema a tratar refiere a aquello que en los siglos XIX y XX se ha querido llamar angustia, y teniendo en cuenta que ésta existía en el hombre mucho antes si quiera de ser encajonada mediante el concepto, parece legítimo empezar hablando sobre lo que el mito tiene que decir a este respecto, para luego adentrarnos en la recepción cristiana –que viene a ser en buena medida, según veremos, la de Kierkegaard- y su posterior transformación en el siglo XX. No debería olvidarse, en cualquier caso, que el objeto del presente escrito es el de ofrecer al lector una forma actualizada de asumir la angustia (aunque no negándola ni suprimiéndola). Así pues, sumerjámonos en el mundo mítico, pues no es poco ni de escaso valor lo que tiene para ofrecernos en su seno.

El comienzo del drama humano tuvo lugar cuando Prometeo decidió engañar a Zeus y éste, enojado, procedió con el divorcio irreversible entre dioses y hombres. O, claro está, también pudo comenzar cuando Adán y Eva engañaron a Dios y éste, enojado, procedió de la misma forma que su homónimo Zeus. La historia es la misma en ambos casos: el hombre pasó de convivir con lo divino a sobrevivir en lo mundano, de suerte que lo que vemos en el mito es la expresión de una escisión fundamental entre lo humano y lo divino. En el mito encontramos una oda a la unidad, un grito desconsolado que lucha por un auto convencimiento de la no-escisión; en el mito dioses y humanos conviven, y asimismo vemos cómo la noche y el día o lo masculino y lo femenino todavía no han perdido aquella primigenia unidad. La función del mito aquí es muy clara, pues intenta convencer de que aquella escisión con lo divino no es tal. El filósofo español José Luís Pardo arguye:

Las historias de la tribu, el chamán que atesora las palabras mágicas que proceden del tiempo sagrado en el que los dioses y los hombres hablaban aún el mismo idioma […], todos ellos no hacen otra cosa que rellenar la grieta[1] abierta en el ser por el inicio de los tiempos.[2]

El mito se obstina en permanecer ajeno a la escisión, y es por eso que se sitúa en lo ante-pasado (antes de cualquier pasado), porque de esta manera hace desaparecer las heridas causadas en aquel brusco acontecimiento. El mito devuelve al equilibrio de los dioses con las bestias, al de lo sagrado con lo profano, al de lo mortal con lo inmortal y, sobretodo, al de lo eterno con lo temporal pues, como dice Pardo, “así se evita el paso del tiempo”[3], lo cual viene ser un antídoto perfecto para lo que Kierkegaard llamó desesperación. En efecto, mientras el hombre esté fuera de la temporalidad –tal es el caso del mito- no tiene nada que temer, pues se sitúa en la esfera de lo divino. Para Kierkegaard, el hombre que desespera es aquel que no ha aceptado su verdadero yo, es decir, aquel que no aceptado a Dios como parte fundamental de sí mismo. Por eso dice que una vida desperdiciada es aquella

del hombre que nunca se decidió con una decisión eterna a ser consciente en cuanto espíritu, en cuanto yo; o lo que es lo mismo, que nunca cayó en la cuenta ni sintió profundamente la impresión del hecho de la existencia de Dios y que ‘él’, él mismo, su propio yo existía delante de este Dios.[4]

Solo cuando el hombre se humilla y vuelve con ademán humilde al reencuentro con Dios puede rellenar aquella escisión que se generó en la caída del paraíso, por esta razón Kierkegaard explica que el hombre natural (en contraposición al cristiano) no admite ser sí mismo, porque no da permiso a Dios para completar el vacío que en él existe desde el divorcio. Lo que aquí ocurre es que Dios se enfadó con el hombre porque éste actuó con avaricia y con mentiras (es decir, actuó como hombre) y lo despojó de su bien más preciado, que es Dios mismo. Por esta razón el hombre es un ser caído, porque está siendo castigado: el infierno es la tierra. En la tierra el hombre pasó hambre, frío, sintió el dolor, la enfermedad y la sed; y todo esto por una sencilla razón, a saber, porque quedó el hombre solo en el mundo, desamparado y desprotegido en tanto que había perdido a Dios. Si vamos a la biblia encontramos en el evangelio según San Juan que “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (Jn 4,8), lo cual significa sencillamente que Dios nos proporciona la cohesión que nos falta, esto es, cuando el hombre acepta el calor divino como parte de su ser, entonces y solo entonces deja de estar solo, pues el amor es precisamente compañía, apoyo, relación. Al fin y al cabo, lo que Kierkegaard –como la biblia- nos enseña es que Dios está dando una lección al hombre. En palabras de ese gran poeta que es Jaime Gil de Biedma, “para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario”[5], es decir, y en términos cristianos, para aprender a amar (que es precisamente lo que Prometeo, Adán y Eva demostraron no saber, andándose con engaños y tretas), Dios mandó al hombre a la soledad, para que aprendiera a valorar el amor, o sea, la unidad, la cohesión.

En el mito somos espectadores de una lucha encarnizada contra la diferencia, que por descontado está impulsada por el miedo. La tribu tiene medio de la diferencia y por eso el pensamiento mítico no discrimina, por ejemplo entre naturaleza física o la naturaleza mágica. La naturaleza, que es física, se encuentra a su vez poblada por seres mágicos y espíritus que repercuten –físicamente- en la vida de la tribu. Por eso el mito es tan importante, porque mostrando una historia sin fisuras, y siendo un elemento que pasa de generación en generación, asegura la unidad misma de la tribu. Por otra parte, y como dice el propio Pardo, de esta manera se libra el hombre de vivir en el tiempo, y es que situándose en un momento anterior a éste, deja de correr y por tanto el consuelo ante lo inevitable parece asegurado.

Lo que ocurre es que la escisión fundamental se reabre tan pronto como el mito deja paso al pensamiento racional: el idealismo platónico o el esencialismo aristotélico nos presentan una concepción del ser bipolar. Pero más de veinte siglos después llegó Hegel y con él se curaron todas las heridas del ser, en tanto que el espíritu absoluto devolvía al hombre a la unidad que nunca debió abandonar. La primerísima reacción a esta idea vino de mano de Kierkegaard, quien a pesar de estar de acuerdo con volver a aquella unidad primigenia, nunca llegaría a aceptar hacerlo mediante especulaciones teóricas. Dice Kierkegaard en clara referencia al idealismo alemán en general y al pensamiento hegeliano en particular que

el modo de hablar acerca del cristianismo de que hacen gala los creyentes sacerdotes, intentando ‘defenderlo’, o transponiéndolo en ‘argumentos’, cuando no hacen otras chapuzas como la de apresarlo en ‘conceptos’ […] Y ésta es cabalmente la razón de que la cristiandad esté tan lejos de ser lo que se llama[6],

es decir, la desesperación no se cura con unos pocos argumentos bien trazados, sino con algo mucho más sencillo como es la fe. Digamos que la tarea de Kierkegaard es la de volver a abrir la herida del ser y para ello nos presenta un individuo (Kierkegaard es protestante y por tanto, el sujeto individual es el que cuenta) desesperado precisamente porque se encuentra escindido, porque le falta una parte de su ser. Pero Kierkegaard nos da también una receta sencilla para volver a cerrar la herida: el hombre desesperado tiene una salida a su disposición, que es la de aceptar lo eterno como parte fundamental de su ser, admitir la presencia de lo divino en su interior o, en una palabra, aceptar a Dios. En este juego el hombre vuelve a estar desesperado –como cuando fue expulsado del paraíso-, pero sobretodo solo en el mundo, y su única salvación es la de humillarse y volver a los brazos de Dios; ésta es la única vía que existe para que el hombre.

Pero, aquí llegados, conviene esgrimir una pregunta fundamental: ¿por qué la angustia es un término central en la filosofía de los siglos XIX y XX? En la obra de Kierkegaard encontramos una posible respuesta, cuando arguye que la época que vive está atravesada de lleno por la especulación teórica. Parece claro que la venerada diosa Razón ilustrada causó estragos en el sentir general de la población europea, en el sentido de que el gusto por el razonamiento hundió en el olvido la creencia mitológica y por tanto, el hombre empezó a preguntarse qué sentido tenía su existencia si ya no le hacía falta recurrir a Dios. Esta fe en la razón lleva de súbito a una descreencia de lo divino y por ende a una disminución prácticamente irreversible de la vida espiritual del individuo:

¿Cómo se podrá encontrar en todo el mundo una conciencia esencial de pecado, cuando la vida humana se ha hundido de una manera tan lamentable en la mediocridad y todos, como monos de imitación, desean ser como “los demás”, hasta tal punto que casi es imposible llamar a eso vida? [...] ¿Cómo una vida humana ha podido llegar a ser tan inespiritual que sea imposible aplicarle el cristianismo[7]

Una falta fundamental de espiritualidad se traduce por una falta de Dios, esto es, por no asumir ese espíritu que es Dios mismo como una parte fundamental del yo del


[1] La bastardilla es mía.

[2] Pardo, J.L., La metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución, Pre-textos, Valencia, 2006, p.44.

[3] Íbid., p. 45.

[4] Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, Trotta, Madrid 2008, p. 48.

[5] Gil de Biedma, J., Pandémica y celeste en Antología poética, Madrid, Alianza, 1981.

[6] Kierkegaard, S., íbid., p. 135.

[7] Íbid., p.132.