martes, 31 de mayo de 2011

Clair de lune


Una noche cualquiera de mi infancia, teniendo yo seis o siete años, en la cotidianidad de una cena de entre semana, mi hermana (casi tres años menor que yo), de improviso y sin venir a cuento, soltó la pregunta: ¿Por qué yo soy yo? Mi padre, con intachable buena voluntad, respondió (después de unos instantes de vacilación en los que cruzó varias miradas con mi madre) en términos genetistas y biologicistas y, aunque nadie añadió nada, todos quedamos con la extraña sensación de que la respuesta no había sido si quiera rozada. La pregunta era metafísica, luego era también marcadamente compleja. Por eso recuerdo perfectamente cómo en primer término me pregunté cómo no había sabido expresar esta duda, que sin duda tenía, pero que jamás había sido capaz de verbalizar con una claridad tan descaradamente manifiesta (Al lector escéptico lo encomiendo a la pluma de Hermann Hesse: “Ya sé que muchos no creerán que un niño de casi once años pueda sentir esto. Para ellos no escribo mi historia: se la cuento a los que conocen mejor al ser humano”[1]). En segundo término, no obstante, me pareció que era absurdo preguntarse algo así y lo borré de mi mente.

El curso de mi infancia dejó en el camino un reguero desproporcionado de dibujos, pinturas, mamarrachos y primeros puestos en concursos de dibujo municipales. Mi pasión por la creación no tenía límites, pero una original actividad llamaba mucho la atención a mi madre hasta el punto de suscitar en ella una preocupación por mi salud mental: podía pasar horas repasando las cuadriculas de las hojas de libretas, absolutamente abstraído de cuanto me rodeaba. Es que me gusta, protestaba yo cuando mi madre mostraba su escepticismo ante tan abyecta práctica. Fue una tarde de domingo, teniendo yo once años, cuando habiendo pasado todo el día dibujando un vehículo deportivo rojo desde varios puntos de vista, acabé de elaborar un minucioso mural en una enorme cartulina. No llovía, pero estaba nublado. Me sentí hastiado. Entonces me hice una pregunta que, sin ser yo consciente en aquel momento de la gravedad que tenía, me marcó para siempre: ¿para qué sirve esto? Jamás volví a dibujar.

Con el paso de los años, consagré mi carrera al estudio de la filosofía, lo cual me condujo a proyectar una visión del mundo marcadamente racionalista. Lejos de enmendar aquel hastío que empecé a experimentar, lo único que conseguí fue alimentarlo hasta tomar unas dimensiones inusitadas. Intentaba dar una explicación racional a todo fenómeno que se cruzara en mi camino. Friedrich Hölderlin pasó por esto dos cientos años antes que yo:

¡Ser uno con todo lo viviente! Con esta consigna, la virtud abandona su airada armadura y el espíritu del hombre su cetro, y todos los pensamientos desaparecen ante la imagen del mundo eternamente uno (…) A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino. Pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo eternamente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extraño, y no la comprendo. ¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! (…) En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona.[2]

Antes del paso del mito al lógos, el ser humano vivía asimilado en la naturaleza: antes de la mirada racional sobre el mundo, no había distinción entre yo y ello, entre sujeto y objeto. Toda persona, antes de tomar conciencia pasa por este estado (justo antes de ser capaz de preguntar, como mi hermana, por qué yo soy yo) durante la infancia. Como bien dice Hölderlin, cuando uno aprende a diferenciarse de cuanto le rodea en aras de esa postura racional, se aísla. Es decir, el lógos, que tan útil puede ser para la supervivencia del ser humano en la tierra, es algo que se compra a un precio muy caro: el del aislamiento, la soledad y, en último término, la infelicidad y la desgracia. Lo que ocurre tras la Ilustración es que el ser humano empieza a verse en un mundo cada vez más racionalizado, tecnificado y capitalizado: de ahí el concepto de spleen de Baudelaire (que es exactamente lo que experimenté aquel domingo en que dejé de dibujar, aunque en aquel momento no supe ponerle nombre), que no es más que ese aislamiento elevado exponencialmente.

Desde Aristóteles y Platón, que tomaron auténtica conciencia del drama de la escisión del Ser, la filosofía occidental inició un proyecto por devolver al hombre a ese estado primigenio en el que no hay escisión, pero de una forma racional. La culminación de dicho proyecto tiene lugar en la Phänomenologie des Geistes (1807), con el espíritu absoluto hegeliano. Pero los argumentos racionales son inocuos para el hombre hastiado y, por tanto, el espíritu absoluto, auténtico adalid de la totalidad de lo racional, se vuelve inútil a ojos de aquél. En el Sistema del idealismo trascendental (1800), Schelling nos brinda la alternativa: el arte como superación de la razón. El filósofo alemán, a la sazón, defenderá el arte como un camino superior al de la ciencia en cuanto conduce al ser humano directamente hacia la totalidad del Ser: “El arte es la única revelación eterna que jamás haya existido. Y este milagro que sólo ha existido una vez, debería convencernos de la absoluta realidad del Ser Supremo”. Si el arte es capaz de unificar lo que la ciencia separó, estamos entonces ante la realidad de una entidad superior, algo que alguna vez pudiese ser calificado de “sagrado”.

Dicho esto, el texto de Hölderlin que he querido traer a coalición más arriba cobra un sentido inesperado. Nuestro poeta disecciona la esencia de un instante en el que consigue reconciliar su yo con el mundo, de manera que ya no existe ni yo ni mundo. Pero esto no significa que el mundo desaparezca, sino todo lo contrario: todo es mundo porque yo mismo dejo de estar fuera del mundo y vuelvo a formar parte del mismo (el poeta inglés William Woodsworth, romántico como Hölderlin, a los ojos de Edmund Wilson “percibió que el mundo es un organismo; que la naturaleza incluye planetas, montañas, vegetación y también a los hombres; que lo que somos y lo que vemos, lo que oímos, lo que sentimos y lo que olemos está inextricablemente relacionado; que todo está comprendido en la misma gran entidad[3]”). A su vez, dice que basta un momento de reflexión para despeñarse de este estado: es precisamente la actitud reflexiva, la mirada teorética del mundo la que nos impide conciliar este absoluto (por eso condena las escuelas) y por eso mismo se lamenta de que el hombre es un mendigo cuando sueña. Este estado de ensoñación es muy semejante a lo que nos propone Schopenhauer o el propio Baudelaire, aunque en sus doctrinas relacionan este estado con una experiencia radical ante un objeto: el arte. De ahora en adelante, para referirme a dicha experiencia emplearé el concepto de experiencia estética. Schopenhauer, en cambio, lo llama “estado estético”, lo cual es un estado de quietud, de goce y de un desinterés tal, que el ser humano se ve liberado de la raíz de todo su sufrimiento, a saber, la voluntad. Dice Schopenhauer que el sufrimiento del ser humano es consecuencia de una contradicción inherente a su condición, que es una contradicción entre una voluntad infinita y un cuerpo finito. El arte es, pues, la única forma que permite un retiro –momentáneo- de la voluntad puesto que en el estado estético cuerpo y mente superan sus contradicciones para fundirse en un todo, en una unidad. Pero la música se entiende aquí como un arte superior en tanto que no es figurativa: no representa los objetos del mundo, ni intenta dar un significado a su contenido. El arte abstracto sigue la estela de esta idea e intenta vaciar de cualquier significado, de cualquier referencia a la realidad (cuando de pequeño dibujaba cuadrículas, precisamente me situaba fuera de cualquier significado: lo que allí acaecía sólo tenía que ver con la forma). Música y arte abstracto ponen al ser humano en relación directa con el Ser precisamente porque lo despegan de su relación cotidiana con el ente.

Cuando Baudelaire tuvo la oportunidad de abandonar durante una noche su vida de hastío en París y se refugió en el concierto del Tannhäuser en París, fue obsequiado con una fortísima experiencia estética y eso cambió su pensamiento. Dice Baudelaire a este respecto “recuerdo que desde los primeros compases sentí una de esas impresiones dichosas que casi todos los hombres imaginativos han conocido, a través del sueño cuando duermen. Me sentí liberado de los lazos de la pesadez y recuperé en el recuerdo la extraordinaria voluptuosidad que circula por los lugares elevados”[4]. Como Hölderlin, relaciona este estado con un estado de ensoñación y, a su vez, habla sobre lugares elevados. Es evidente que está refiriéndose a un acceso a la idea platónica, kantiana o hegeliana, esto es, a un absoluto sólo accesible desde una realidad no mundana, esto es, sólo accesible desde una realidad metafísica como es la que la experiencia estética pone de relieve. Por esta razón, Baudelaire relaciona la experiencia estética con una especie de experiencia religiosa. El poeta se sintió en sintonía con el resto de los seres humanos presentes en el concierto y esto tiene mucho que ver con un sentimiento litúrgico que une a todos los presentes en las ceremonias religiosas. ¿No es el absoluto una y la misma cosa? ¿No es menos cierto que el religioso, el platónico, el hegeliano y el sujeto que vive la experiencia estética tienen acceso a la misma entidad? ¿No es en todos los casos un acceso a la totalidad del Ser, aunque por caminos diferentes y hasta contrarios?

Que la música tenga esta primacía sobre el resto de las artes tiene que ver con la elección del Clair de lune (1905) de Claude Debussy como objeto de este análisis. Pero sobretodo la elección viene dada porque con esta obra he tenido la oportunidad de acceder a una experiencia no sé si de la misma potencia que la de Baudelaire, pero a buen seguro de la misma naturaleza. El Clair de lune pertenece a una suite llamada Bergamasque constituida por cuatro movimientos que siguen el orden que sigue: Prélude, Menuet, Clair de lune y Passepied. En su obra Crítica del juicio (1790), Immanuel Kant puso de relieve la importancia de algo que quiso denominar idea estética. Lo que el filósofo prusiano quería significar con dicho concepto es que el arte, en lugar de posibilitar un goce en el espectador, provoca en éste reflexión. Con Hume, la belleza se relativizó, de manera que ésta pasó a ser una propiedad del sujeto que observa y no del objeto que es observado. Así pues, la idea estética es una representación de la imaginación que nos hace pensar a pesar de que no hay concepto ni lenguaje que lo haga inteligible. Si tomamos esta argumento, tenemos que en la experiencia del Clair de lune, en tanto que obra de arte, el individuo es invitado a reflexionar sobre las representaciones que la obra provoca en su conciencia. Pero esta reflexión se aleja mucho de un lenguaje teorético, en el sentido de que no existe un lenguaje que pueda dar cuenta de todo lo que ocurre en este instante.

En este sentido, el simbolismo no deja de ser un movimiento con una concepción del lenguaje que imposibilita entender lo que una obra de arte quiere expresar. En el arte clásico, se decía que esta escultura evocaba cierto aspecto de la condición humana o este retrato expresaba el miedo de un individuo ante una situación cualquiera. Puesto que la herramienta fundamental del simbolismo es el símbolo, el espectador nunca está en posición de dar con el significado que el autor ha querido dar a la obra, porque el símbolo tiene un uso de significado restringido, o sea, no es un significado compartido por los usuarios del lenguaje. Sencillamente, el significado de ésta es la suma de todas las interpretaciones que se dan. Por esta razón, es de suyo imposible que una interpretación bostezada en este escrito pueda dar con una hipotética clave para entender la obra. En el simbolismo no hay nada que entender, pues esta actividad tiene que ver con la facultad del entendimiento, la cual viene a quedar muy lejos de la experiencia que el simbolismo nos propone del arte. Sólo existe una voluntad por hablar de algo que no está presente, pero sin nombrarlo. He aquí pues, la analogía que yo propongo a raíz de lo que me suscita Clair de lune.

Un claro de luna es un fenómeno astronómico que consiste en una luz solar que un astro refleja sobre otro y que disipa las tinieblas de la noche en este último. En la noche de la tierra, obviamente, la luna es la encargada de reflejar la luz del sol. El primer tercio de la obra transcurre con un tempo andante que sugiere el paseo sosegado de un individuo en medio de la noche, pues bien podría decirse que el ritmo sería el del paso lento de una persona. La superposición de notas agudas con alguna de grave, parecen referir a un estado en el que la persona se encuentra cavilando sobre algún tema que le atañe o hasta que le preocupa. También hay un ligero componente de tristeza. Pero la melodía cambia de forma un tanto brusca justo en el inicio del segundo tercio de la pieza y ahora se nos presenta bajo un tempo allegro, con un uso casi exclusivo de notas más agudas –ninguna grave- que llenan de optimismo al espectador y hasta me atrevería a decir que de esperanza. El fragmento parece estar exclamando alegría ante un hallazgo inesperado. Un claro de luna en medio de la noche. El poeta alemán Rainer Maria Rilke dijo en una carta del día de Reyes de 1923 (vid. Inselalmanach, 1938, p.109) “como la luna, seguramente la vida también tiene una cara siempre oculta que no es su contrario, sino lo que le falta para la perfección, la completitud, para la verdadera, salva y completa esfera del ser”. El ser humano se encuentra en su vida ante un enigma de difícil solución: sabe que le falta algo. No sabe qué es, pero le falta. La experiencia estética no deja de ser un instante en el que el ser humano logra superar esa falta y consigue acceder a esa completa esfera del ser. Este segundo tercio del Clair de lune parece estar hablando precisamente sobre la experiencia estética, porque lo que se abre al ser humano en ésta no es otra cosa que un hallazgo inesperado, un acceso a esa totalidad. El claro de luna mismo abre la noche y el sujeto lo recibe como un hallazgo que abre su corazón taciturno: el paseante está teniendo una experiencia estética ante un fenómeno natural de una plasticidad tal. Pero a fin de cuentas, la experiencia estética, no deja de ser un (eterno) instante y, a su término, todo vuelve a la normalidad. Todo vuelve a ser como antes. Pero con una diferencia: ahora el individuo sabe que puede tener acceso a una parcela de la realidad que antaño desconocía y a la que puede recurrir en caso de que el hastío lo invada. Por todo ello, se da otro giro brusco en el paso del segundo al tercer tercio de la pieza, en el que la melodía vuelve por los cauces que la conducían durante los primeros compases. Con todo, en los últimos coletazos de la obra, hay un momento en el que la esperanza revive tenuemente, aunque sin la potencia del allegro anterior. Se trata, sin duda, del feliz recuerdo que lo que acaba de ocurrir evoca en el paseante, alejado ya del claro de luna.

Digo, a fin de cuentas, que el Clair de lune de Debussy simboliza precisamente la experiencia estética. Es música que “musiquiza”, es una música que nos habla sobre la esencia misma de la música, a saber, la experiencia estética; y, además, es música capaz de provocar una experiencia estética real. Quizás esta interpretación resulte histriónica para algunos oídos, pero el lenguaje mágico y chamanístico del simbolismo es un lenguaje que une los entes del mundo: cada ente tiene algo de todos los demás, luego al tener todos algo en común, hay algo que las une. De ahí a la unidad totalizadora sólo hay un paso. Es el propio individuo quien une los entes; en este caso yo he querido unir una obra de arte concreta con un fenómeno humano en concreto. Quizás el significado quede en el aire, pero esto no importa. Nos encontramos ante la victoria sin paliativos del sentido.


[1] Hesse, H., Demian, Alianza, Madrid, 2011, p. 45.

[2] Hölderlin, F., Hiperión, Ediciones Hiperión, Madrid, p. 25.

[3] Wilson, E., P. El castillo de Axel: estudios sobre literatura imaginativa, Cupsa, Madrid, 1969, p.14.

[4] Baudelaire, C., El arte romántico, Felmar, Madrid, 1977, p. 234.