miércoles, 28 de julio de 2010

Ser en el mundo, nostalgia y vida envasada


He podido observar que ese fenómeno intelectual llamado "pesimismo cultural" se encuentra en el pensamiento heideggeriano con una fuerza mucho mayor de lo que pensaba. Hay en la obra de este alemán un número de recursos etimológicos tan vasto que tan si quiera pudiera ser rastreado: en fin, una vuelta al origen, que por supuesto se cree mejor, esto es, más puro, menos tocado por la mano del hombre. En la forma del Dasein de estar en el mundo, esto se ve de forma muy clara. Mientras que la relación con el mundo para el sujeto trascendental cartesiano o kantiano es la de considerar las cosas que nos envuelven como meros objetos, o meras presencias, que de algún modo permanecen desarraigadas, que no vierten ningún sentido sobre nuestras existencias, vemos que en el Dasein heideggeriano, son precisamente las cosas las que proporcionan al Dasein un primigenio sentido de lo que en el mundo hace. Esa forma primaria de sentido viene por la utilidad de las cosas: encuéntrese en la naturaleza un listón de madera flexionado por una cinta y una vara acabada en punta. Si hablamos de ello como "en sí", en la naturaleza esta escena no revierte ningún sentido; ahora bien, si esta escena es captada por un ser humano (o Dasein), en seguida encuentra un sentido al poder utilizar un arco y una flecha. Es el ser humano quien dota de sentido al mundo, y lo hace porque encuentra una utilidad a las cosas. De esta manera, para el Dasein, todo cuanto le rodea tiene un significado, al contrario que el sujeto de conocimiento moderno que se encuentra desligado de las cosas y del mundo, en tanto éste sólo es una presencia que como mucho, debe ser conocida fríamente.
Dos conceptos heideggerianos deberán encauzar este razonamiento: la inautenticidad y la crítica a la técnica. Heidegger vive en un momento en que la técnica ha transformado definitivamente el mundo de la naturaleza encantada, es un mundo gris y rojo (gris por el asfalto y la munición, rojo por la sangre vertida por aquella). Ahora todo está racionalizado, y con ello, gran parte de la vida, de la autenticidad de las cosas se pierde. Como dice Rilke, es "esa vida envasada que nos llega de América". En este sentido, el pesimismo de Heidegger es notable en su concepción del ser en el mundo del hombre: se trata de una visión nostálgica de lo que un día el mundo fue para el hombre y a donde él cree se debe volver. El campo, la casa, el pueblo, son sólo algunas excusas para defender la identidad nacional; son elementos que permiten que generación tras generación viva una vida bajo un mismo patrón, una vida con raíces que llena de sentido la existencia del ser humano. Jorge Teillier lo expresó mucho mejor que yo en su poema Cuando todos se vayan:

Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes del espacio.

La luciérnaga, el antiguo raíl de tren abandonado, la cerveza tan típicamente local, el borracho del pueblo, los discos que siempre sonaron en casa: esto es lo que llena de sentido la vida, y esto es lo que el ser humano debe escoger, mucho antes que los estridentes y rimbombantes cohetes espaciales que nos llevan a un mundo frío y desconocido y que, a lo sumo, sólo nos lleva a una identidad itinerante. Entonces, lo que Heidegger decía parece estar recogido en el razonamiento que sigue: las cosas sí dan sentido a la vida del ser humano, porque al usarlas como instrumentos estamos construyendo una primera comprensión del mundo. Por eso, racionalizar las cosas (la vida envasada rilkeana), no es un camino óptimo para la realización del individuo, dado que esta racionalización no es original en el ser humano. Y el origen, en Heidegger, es lo deseable.

lunes, 26 de julio de 2010

El imperio de las luces II


He aquí la obra El imperio de las luces II[1], del surrealista francés Magritte. Para Edgar Morin, una lógica que explique la realidad no puede ser la clásica, sino que debe ser una lógica de la complejidad, la cual necesita obviamente contener dentro de sí la contradicción, comprenderla y admitirla (en tanto que la realidad es caótica, etcétera). Dicho esto, debe quedar claro que una lógica tal violaría el principio de no contradicción y entonces dejaría de ser lógica. Pero volvamos al cuadro, y propongamos una salida a esta tesitura de difícil -si no imposible- solución. Vemos en ella una calle en la que es de noche, donde las casas tienen las luces eléctricas encendidas, e ídem ocurre con la farola. Sin embargo, estas casas están cubiertas por un portentoso cielo de mediodía. Esto viola el principio de no contradicción: es al mismo tiempo de día y de noche. Lo que pretendo decir con esto es que si bien el lenguaje de la lógica se muestra insuficiente para dar cuenta de algo así, no significa en absoluto que sea impensable, y ni siquiera inexpresable: ahí está el lenguaje metateórico del arte. Lo bien cierto es que sin el componente diurno no existe el nocturno, y sin el nocturno tampoco el diurno. La fragua de ambos da lugar a eso que conocemos como “día”[2]. Intentemos pensar en un mundo en que siempre fuera de día: el día no existiría, porque al no existir la noche, no habría lugar para hablar del día, en el sentido de que sería “lo que hay”, sin más, luego no tendríamos porque delimitarlo o definirlo. De igual manera, si sólo existiera la noche, no nos molestaríamos ni en darle un nombre a este fenómeno, puesto que del día no tendríamos ninguna noción. En otras palabras, parece que la complejidad es en efecto el componente fundamental de la identidad. La identidad del día que conocemos se forma con estas dos fuerzas contrarias[3].

Como dice Morin, la lógica (clásica) no es suficiente para explicar esto, pero un pensamiento potente sí puede ponerlo de relieve. También dice Morin que el conocimiento humano debe servirse de todas sus dimensiones: no existe una ciencia sin biología, ni biología sin antroposociología, etc., y en este sentido, me parece que no hay que desechar el arte, en cuanto es una expresión humana, y por lo que parece, sí es capaz de decirnos algo. Al menos algo inteligente. Lo importante del arte es que puede expresar la complejidad sin violar la lógica clásica: si la lógica se compone de proposiciones en las que no cabe la contradicción, parece demostrado ya que el arte es capaz de expresar una contradicción sin tener que recurrir a una proposición (y fuera de la proposición, la jurisprudencia de la lógica es ineficaz). Se trata de una contradicción pero en términos no proposicionales, por lo que no se viola la lógica (cuyo funcionamiento es proposicional). Por suerte, el arte no entra en el juego infernal de la lógica.


[1] The Museum of Modern Art, New York.

[2] Día, digo, obviamente en el sentido de “jornada”.

[3] Quiero decir con todo esto que lo diurno tiene una definición negativa: diurno es lo que no es nocturno. Y por tanto entramos en una relación de contrariedad, sí, pero también –e innegablemente- de necesidad.

El silencio de un judío vienés


Que Kant no encuentre un camino para llegar a la totalidad del ser puede deberse más a una necesidad o a un sentir sociológico e histórico que a una evidencia natural o epistemológica. En efecto, Kant escribe su obra antes de 1789, esto es, antes de que el burgués (que no es un aristócrata) corte la cabeza a Luís XVI. Así, Kant encuentra su vida atravesada por la inconsciente idea de que la existencia, el ser, es algo a lo que no se puede llegar, o que por lo menos no le está permitido el acceso al pueblo llano.
Unos años más tarde, Hegel, que curiosamente es llamado el filósofo de la revolución francesa (pese a ser alemán), para satisfacción de la metafísica occidental se inventa un sistema aparentemente perfecto donde por fin, el ser humano tiene acceso a la totalidad de lo real. Recordemos que tanto Hegel como Kant son burgueses, pero dos épocas diferentes hacen surgir en ellos una mirada ontólogica de diferente calado: el primero mucho más optimista que el segundo (lo cual, ya puestos, pueda explicar esa fe ciega en el progreso de la historia). Dicho esto, ofrezco a continuación una cita de Ernest Gellner que quizás arroje algo de luz sobre el tema (Gellner, E., Lenguaje y soledad
, Síntesis, Madrid, 2002, p. 46):

"El hecho de que el punto de vista atomista fuera formulado antes de que fuera vivido puede ser entendido como un signo de su carácter artificial e incluso patológico. Primero vivir, después pensar: aquellos que necesitan pensar a fondo su identidad antes de vivirla revelan su incompetencia para la vida. La nobleza se expresa en la prioridad del ser sobre el pensar, el cual no es más que un adorno, nunca un refugio o fortificación. Los aristócratas siempre son, los advenedizos tienen que hacerse, sólo los desarraigados tienen que razonar su identidad. Tal sería, de algún modo, el punto de vista 'orgánico'".


Según lo dicho, vaya por delante que queda perfectamente explicado, al menos desde esta vertiente sociológica, o esta mirada profunda que viene desde fuera del propio lenguaje filosófico (en su sentido más puro), que Kant o Hegel muestran una especie de debilidad de espíritu al intentar razonar su propia existencia: según este punto de visto "orgánico", lo que hace tanto uno como el otro (aunque Hegel con mayor éxito), acaso sea una suerte de justificación de sus existencias no aristocráticas, innobles. Si esto es así y trasladamos el tema a Wittgenstein, el problema parece volverse más complejo. Una razón muy evidente ya de entrada: este judío vienés, en primer término vive una infancia de élite pero luego repudia tal estatus, así que su visión del mundo ya no responde a una psicología tan "plana" como la de sus anteriores. Pero lo fascinante va más allá: Wittgenstein, pese a renunciar a su herencia, pese a tener que abandonar Austria, pese a tener que vivir en un país ajeno al suyo, no tiene ninguna necesidad de justificar su existencia; una existencia que por lo demás no parece que para el propio Wittgenstein, ese repudiado judío suicida, tenga un gran valor. Pues bien, digo aquí que a pesar de lo dicho, su grandeza estriba en que no tiene ninguna necesidad de autojustificar su existencia ni de "llegar a ser" (ese es un lenguaje muy hegeliano) nada. El silencio será toda su bandera. Al menos para el primer Wittgenstein.