sábado, 11 de diciembre de 2010

Una historia comparada de la caída, la angustia y la esperanza: ¿Existe una salida, hoy? (2 de 3)

individuo. Es por esta misma razón por la que la fe es la cura a la angustia –o el salto de fe, si se quiere-, porque el procedimiento no puede ser especulativo (y esto es lo que manda la época) sino de mera creencia. Pero la época de Kierkegaard, que es la primera parte del siglo XIX no es la misma que encontramos en el pensamiento de Nietzsche, que es precisamente la segunda parte de dicho siglo. En Nietzsche encontramos una radicalización del desapego a lo espiritual que denuncia Kierkegaard, en tanto que anuncia no solo la muerte de Dios, sino que responsabiliza al hombre mismo de haberlo asesinado. Esto lleva muchas consecuencias, pero lo que interesa de este hecho para el desarrollo del presente discurso es que desde este momento, ya no se puede pensar la angustia en términos teológicos, ni religiosos, ni mitológicos, ni –huelga decirlo- kierkegaardianos. Pero la angustia sigue estando ahí y, además, lo está con una fuerza renovada porque Dios ha caído y por tanto no puede venir a hacer compañía al hombre cuando se siente solo, desgraciado, temeroso y tembloroso. El drama humano ahora tiene la difícil tarea de encontrar una solución diferente a su tormento; necesita un consuelo que difícilmente –al menos a priori- puede ser metafísico. La respuesta a la pregunta por el sentido de la angustia como concepto clave en el pensamiento de estos dos últimos siglos radica entonces en la pérdida de Dios, que era precisamente lo que permitía sobrellevar la angustia al hombre. No tendría sentido alguno que el término de la angustia hubiera sido entronizado antes de la Ilustración y la consabida eclosión de la razón especulativa por encima de la dimensión teológica, precisamente porque el hombre podía vivir sin angustia, pues antes bien, vivía ignorándola en tanto que la fe (con alguna ayuda por parte de la Iglesia, como por ejemplo el terror inquisitorial o el mecenazgo del arte como herramienta para impresionar al campesino de a pie y acabar convenciéndolo de que en el cristianismo se hallaba la verdad –ahí están las faraónicas catedrales medievales, que todavía hoy causan un gran impacto sobre el visitante) no sufría por aquel entonces ningún resquicio, ninguna grieta por la que la razón especulativa pudiera hacer fallar el sistema. Pero llegó Nietzsche con el cuchillo entre los dientes y obligó al hombre a enfrentarse al abismo con armas puramente humanas. Así, pues, ¿podría el hombre enfrentarse a su propio drama de una forma plausible, pero sin recurrir a Dios? Lo cierto es que la respuesta no se hizo esperar, pues ya Freud, tan solo unos pocos años después de la muerte de Nietzsche, nos ofrece una respuesta brillante, aunque como veremos no del todo disociada del mito.

Nos dice Freud que la infancia proporciona al niño un estado primigenio de garantía de seguridad, ante la figura de los padres que se rebelan como portadores de una capacidad de amar y de unos cuidados incesantes. En este tiempo, el niño vive en un estado de inocencia que lo une de forma inextricable a sus padres; pero pronto el niño empieza a crecer y por tanto aquellos cuidados van disminuyendo, luego empieza a dudar de si aquel amor inicial sigue existiendo. Bien se podría asociar este momento con el despertar de la conciencia, puesto que precisamente aquí, el niño empieza a observar, a comparar, a analizar qué es lo que ha cambiado. Con todo, y en palabras de Marthe Robert, “va a sustituir la fe por el espíritu de examen y la eternidad por la vacilante realidad del tiempo”[1]; o lo que es lo mismo, el niño va a dejar la edad de la inocencia –o sea, dejará aquella época en la que los hombres eran héroes y convivían con los dioses- y al tomar conciencia, será expulsado al mundo temporal, donde empezará a vivir su particular drama personal, que es el mismo para todos. Desde este momento, incapaz a renunciar al paraíso, el niño se rebela contra sus progenitores y los empieza a considerar como unos extraños: recordemos que aquí el niño está desesperado y que siente que sus padres lo han abandonado (quizás sea este el momento más humano en la vida de Cristo, cuando desde la cruz se pregunta en (Mt 27,46)Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"[2]).

Un elemento importante tanto en el pensamiento de Freud como en el mitológico es que en este punto del despertar de la conciencia (o de la caída del hombre al mundo temporal), el niño toma conciencia de la sexualidad de sus padres, con lo que, en palabras de Robert “las dos figuras no pertenecen ya al mismo mundo, dependen de dos categorías muy distintas”[3]; con lo cual tenemos que por fin el niño es capaz de jugar con pares de opuestos (elemento que en la mitología se da en la caída, cuando hombres y mujeres aparecen sexuados). El niño reconoce ahora en su madre a una mujer deseable, lo cual opera en detrimento de aquella voluntad de volver al estado inicial en que todo el amor de la madre era para él (y así es como el padre, principal competidor por el amor de la madre, deviene el castrador oficial del hijo). Como en el cristianismo, el individuo se queda ahora solo y sin amor, pues se sabe escindido, ya que le han robado aquello que en principio se le aparecía como algo legítimamente propio. Como en la mitología griega, ahora ha quedado expulsado del seno de su primera familia y su corazón (en el caso de Prometeo es el hígado, pues éste representa en el mundo griego, y de forma simbólica, aquello que el corazón representa para nosotros hoy: el reducto físico de lo emocional) es devorado diariamente por un águila despiadada. Es por eso precisamente por lo que Prometeo necesita robar el fuego, porque el fuego da calor y une los corazones de los individuos desesperados entorno a la hoguera. Es por eso por lo que Juan nos dice en el Evangelio: “Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (Jn 4,11-12). Es por eso que Kierkegaard dice que hay que aceptar a Dios (que no es otra cosa que amor) como parte de uno mismo mediante el salto de fe. Pero, y ahora que Dios ha muerto, ¿qué le queda al hombre?

Volviendo a la visión freudiana de Marthe Robert, encontramos una apología del cuento que quizás esclarezca la pregunta aquí planteada. La autora francesa dice que “el complejo de Edipo es un hecho humano universal. No existe ficción, representación, arte de imagen, que no sea, de algún modo, una velada ilustración de él”[4], y en tanto en cuanto esto sea aceptable (y aquí cabe recordar que la doctrina freudiana no diferencia de manera radical los lenguajes de la imaginación, sea música, ciencia, literatura, filosofía o pintura), Robert se centra en el cuento como expresión universal de la tragedia de la caída del niño y su posterior viaje iniciático. Argumenta que en buena medida, los cuentos arrancan con una situación inicial donde se presenta un niño o adolescente –o varios- en una situación más o menos precaria (ahí está Cenicienta, que es obligada a trabajar duramente por sus tías; Blancanieves, que es repudiada por su madrastra; o Pulgarcito, que es vendido por sus propios padres), es decir, en una situación de caída. A partir de este momento, el personaje inicia un viaje en el que se encuentra con graves contratiempos que finalmente logra salvar. No obstante, y aunque hay un componente épico en esta idea, nos dice Robert que este tipo de personaje no llega a ser jamás un Moisés o un Edipo, pues no llega a fundar grandes ciudades ni a morir por un ideal. Este tipo de héroes rompen de lleno con lo familiar porque se consagran a un valor nuevo creado por ellos mismos. El Pulgarcito de turno es más inocente, y Robert lo argumenta de esta manera:

No desea ser llevado al trance de la muerte para conocer una gloriosa resurrección. Tampoco, salvar a un pueblo entero al precio de su propia aniquilación, ni renunciar a toda felicidad personal para servir de ejemplo a una nueva edad. Mucho más modestamente, quiere una mujer, “muchos hijos”, la riqueza y la paz ideal del hogar tras las tormentas de su trabajosa infancia. Es esta la razón por la que el comienzo de su reino señala el final de la fantasía.[5]

En dos palabras: lo que el hombre caído anhela no es más que una segunda oportunidad para volver a fundar su reino ideal del que nunca quiso ser expulsado. En el cuento está latente la idea de conseguir fundar una nueva familia que revista de calidez el corazón del individuo caído por la traidora familia primera (así como una invitación a la esperanza). Como vemos, esto no está nada alejado de la visión cristiana porque al fin y al cabo, la solución del cristianismo es la de la redención y la vuelta al reino de los cielos. En ambos casos, asimismo, hay un proceso mediante el cual el individuo debe ganarse la vuelta al hogar: en el cristianismo la fe, en el cuento una suerte de adaptación a la dureza de los problemas de la vida, que deberán ser salvados para hacer efectiva la fundación de la segunda familia. Desde este punto de vista, el psicoanálisis freudiano no se ha desligado del todo –aunque sí en cierta medida- de la pretensión cristiana. Por ello se torna necesario avanzar un poco más en el tiempo y acercarnos a la figura de Heidegger.

La línea de reflexión de Heidegger hunde sus raíces hasta el pensamiento de Kierkegaard, pero éste, a su vez, y junto con Schelling, es heredero de la antigua tradición humanista que surge en San Pablo y San Agustín y que cobra forma en Martín Lutero. Aquel viejo humanismo decretó que la soledad en la que se encuentra el hombre nos lleva a una suerte de libertad determinada. De los autores citados, Schelling es el primero que retoma este discurso diciendo que el hombre y la trascendencia de la que es poseedor son un producto más de la naturaleza y que ésta tiene una voluntad única. Lo que ocurre es que el hombre está hecho de libertad y se ve incapaz de permanecer fiel a esta voluntad de la naturaleza. El hombre quiere determinarse por lo que la naturaleza le indica como lo prohibido (ahí vuelve a aparecer el engaño a Dios), porque es la única forma de ser sí mismo (y esto es de una relevancia sin límites). El lector debe tener en cuenta que tanto Schelling como Kierkegaard se enmarcan dentro del protestantismo luterano, y por esa razón lo individual tiene un peso tan marcado. Kierkegaard tiene muy en cuenta esta tesis schellingiana, tanto, que la reformula para darle un emplazamiento privilegiado en la arquitectura de su obra. Como se refirió más arriba, el ser humano desesperado tiene la posibilidad de aceptar a Dios como una parte fundamental de sí mismo, siendo esta posibilidad la salida a su desesperación misma. Kierkegaard insiste en que todo aquel que no acepta a Dios es porque quiere desesperadamente ser sí mismo o no ser sí mismo, pero en cualquier caso no quiere ser, sencillamente, sí mismo. ¿Pero por qué esta insistencia en lo particular, en ser uno sí mismo? En Schelling porque el ser humano necesita diferenciarse de la voluntad universal de la naturaleza, en Kierkegaard porque es la única vía por la que uno llega a ese estrato religioso que viene a calmar las aguas del temperamento humano. Pero la pregunta, o mejor, el fondo de la pregunta sigue sin recibir una respuesta clara, y por eso parece necesario recurrir a Heidegger quien, vaya por delante, retoma este discurso –no en vano es heredero de esta misma línea de pensamiento enmarcada indudablemente en el marco del protestantismo-.

Ser sí mismo en la jerga heideggeriana se traduce por autenticidad, y como cabía de esperar presenta notables diferencias con sus antecesores. Heidegger explica que el Dasein, que tiene conciencia de su propia muerte acostumbra a tomar una postura cómoda y cobarde que pasa por negar, o mejor, actuar como si esa muerte no fuera con uno mismo. El mecanismo que utiliza es muy sencillo: se refugia en lo que Heidegger llamó el “man”, traducido al español por el “se”. La gente “se muere”, pero eso a uno no le afecta, así que como la fórmula funciona se traslada de la muerte a la vida: ahora uno hará lo que “se” tiene que hacer y vivirá según “se debe”, con lo que se encontrará con un encubrimiento total de aquella conciencia de la muerte. Pero es un encubrimiento ficticio y patológico que acaba por volverse contra su portador en el momento mismo en que se pregunta si la vida que ha llevado ha sido digna, en el sentido de si ha sido aprovechada. Esta pregunta puede llegar en el lecho de muerte o mucho antes, pero el ser humano que toma conciencia de que vivir según las normas de los demás (y según la forma de vivir que “se” acepta por lo general) no le ha llevado a vivir una vida auténtica, entonces y solo entonces, asume la muerte como un muro infranqueable que obliga a uno a aprovechar el tiempo que le queda para poder hacer lo que uno de verdad quiere hacer. El drama aquí es desaprovechar el tiempo haciendo lo que se supone que se debe hacer. Luís Fernando Morenos, profesor de la Universidad de Salamanca se expresa muy claramente:

La inminencia de la ‘imposibilidad absoluta de todas las posibilidades’ pone al Dasein también frente a la inminencia del enfrentamiento consigo mismo, lo abre a la posibilidad de apropiarse de sí; con otras palabras: le ofrece la oportunidad de apropiarse de ‘su propio yo’. Heidegger traducirá ese ‘poder morir en cualquier instante’ en un ‘puedo ser yo mismo en cualquier instante’. Asumir la posibilidad del advenimiento de la propia muerte torna al estar aquí ‘libre para la muerte’ y, con ello, también libre en la vida en el sentido de que ha asumido la determinación que lo constituye en tanto que ser finito condenado a llegar a un final[6]



[1] Robert, M., Novela de los orígenes y orígenes de la novela, Taurus, Madrid, 1973, p. 40.

[2] Cabe decir a este respecto que existe una corriente que interpreta el texto original arameo (en el que puede leerse “Eli, Eli lema sabachtani”) en un sentido diferente, que vendría a ser el que sigue: “Dios mío, Dios mío, para este propósito fui reservado”. Quizás esta interpretación esté tocada por un ímpetu o un fervor por salvar la divinidad de Cristo y, por tanto, y aunque la tengo en cuenta, no puedo por menos que rechazarla.

[3] Robert, íbid., p.44.

[4] Íbid., p. 53.

[5] Íbid., 80.

[6] Moreno Claros, F., Martin Heidegger, Edaf, Madrid, 2002, p.215.

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